La filosofía, una apuesta sobre lo imposible: diálogo filosófico con René Schérer
Mónica Marcela Jaramillo-Mahut
Profesora, Escuela de Filosofía, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Colombia.
E-mail: mjaramil@uis.edu.co
Jorge Francisco Maldonado Serrano
Profesor, Escuela de Filosofía, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Colombia.
E-mail: jorgefcomaldonado@gmail.com
En días pasados tuvimos como huésped de honor en nuestra universidad al filósofo francés René Schérer, uno de los más ilustres representantes del pensamiento contemporáneo en el ámbito internacional. Egresado de la célebre Escuela Normal Superior de París (rue d'Ulm), René Schérer es actualmente profesor emérito de la Universidad París 8 (Vincennes-Saint Denis). Inicialmente se dio a conocer gracias a sus trabajos sobre estética fenomenológica y fenomenología de la comunicación, así como por su traducción, del alemán al francés, de las Investigaciones lógicas de Husserl y por la biografía y ensayo crítico del filósofo alemán que escribió en colaboración con su amigo el filósofo Arion Kelkel. Se consagró, luego, al estudio de problemas filosóficos vinculados con la defensa de la utopía, el sentido de la hospitalidad, la crítica de la pedagogía, el reconocimiento de la diferencia y la inclusión del otro, el cosmopolitismo y la relación entre la universidad y la política. Entre sus libros más importantes de los últimos 20 años, de una obra prolífica, cabe mencionar: El alma atómica (1986) escrito en colaboración con Guy Hocquenghem, Apuesta sobre lo imposible (1989), Zeus hospitalario (1993), Utopías nómadas (1996), Miradas sobre Deleuze (1998), La pedagogía pervertida (1999), La Ecosofía de Charles Fourier (2000), Infantiles (2003), Hospitalidades (2004) y su último libro, sobre el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini (2005).
Nos sentimos muy honrados de acogerlo en Bucaramanga y en la UIS. ¿Qué impresión guarda de nuestra vida académica y de su estadía entre nosotros?
Una excelente impresión a la vez por la acogida que recibí, por la belleza del campus universitario, la oferta de eventos académicos y culturales de calidad que pude presenciar durante mi estadía en la UIS -como el «Festival Internacional de Piano» y la «Semana de la diversidad sexual» que me sorprendieron gratamente- o el museo de petrografía de la Escuela de Geología. Y, asimismo, por el contexto geográfico y urbano de Bucaramanga; es una ciudad muy hermosa y en sumo grado agradable para vivir, a causa del clima, de esta exuberante vegetación, de ese verde por doquier de la tranquilidad que en cierta medida se respira en ella, porque aunque no deja de ser una gran urbe es también, un poco como muchas de las ciudades suramericanas, una ciudad que yo llamaría provincial. Ciertamente, no digo esto de una manera peyorativa, sino para expresar una tangible impresión de comodidad, una sensación relajante y en cierto modo de facilidad, desde luego al menos aparente, de la existencia.
Y, para volver sobre el primer aspecto de su pregunta, me siento también gratamente sorprendido por la calidad de la enseñanza y por la información universitaria, ya que tuve la ocasión de conversar un poco con el público estudiante (aunque, en verdad, no tengo un buen manejo del español, eso fue posible gracias a la complacencia y a la competencia de ustedes). Debo señalar, por una parte, que me asombró la copiosa afluencia del público; había muchísima gente y en Francia es raro que se pueda hablar ante una sala llena. Debo decir, pues, que hubo inclusive un momento en el que había estudiantes sentados en la galería superior del auditorio. Por otra parte, hubo espontáneamente un gran número de intervenciones que mostraban que los estudiantes eran realmente competentes; que no sólo tenían un buen conocimiento de la filosofía, sino además, lo que no deja de resultar sorprendente, de los pensamientos de Deleuze y de Foucault. Se trata de pensadores de difícil abordaje y que, inclusive en Francia, sólo son conocidos en medios académicos restringidos, ya sea de personas que los frecuentaron o que hacen parte de grupos de especialistas en dichos autores. Termino, entonces, diciendo que la impresión que me hizo esta estadía entre ustedes fue absolutamente de primer orden y de una excepcional calidad.
Ya que estamos hablando de acogida y que esto concierne al problema de la hospitalidad (una palabra que en su formulación griega antigua se asocia, por un lado, con el xenos, "el extranjero' como huésped"; y, por otro, al menos de cierta manera, crea una forma de philía o de "amistad"), me gustaría, si así lo desea y en lo que a mí concierne, comenzar esta conversación por preguntarle sobre el sentido que esa palabra de hospitalidad tiene para usted, así como sobre su verdadero alcance político.
Toca Usted ahí un punto sensible y se lo agradezco, porque me he consagrado en gran parte, y durante muchos años, al estudio y a la discusión alrededor de ese problema de la hospitalidad. En verdad no soy el único, pero creo haber insistido particularmente en la importancia de este tema de la hospitalidad en la situación contemporánea en Francia y en el mundo. Filosóficamente hablando, y en este punto estoy enteramente de acuerdo con Jacques Derrida, a quien quisiera ahora rendir homenaje. Es una ocasión oportuna para hacerlo porque falleció recientemente y hemos sido privados de su presencia. El hecho es que él había dedicado un seminario a la hospitalidad más o menos hacia la misma época que yo. De esto sólo me di cuenta, lo ignoraba en ese momento, cuando su seminario fue retranscrito, al menos en parte, en un libro que se titula La hospitalidad1.
En lo que a mí respecta, en 1993 escribí un libro consagrado a esta idea: Zeus hospitalario. Debo decir que yo había iniciado un estudio sobre este tema desde 1990 que es la fecha circunstancial; es importante mencionarlo porque esto, de alguna manera, le sirve a la filosofía para entrar en la historia a punto de hacerse en la historia contemporánea. Era, en efecto, la fecha de la primera Guerra del Golfo, es decir, el momento en que hubo una intervención contra Irak tras la invasión de Kuwait por los iraquíes. Aunque desde hacía mucho tiempo esta idea de hospitalidad y de cosmopolitismo me rondaba, por así decirlo, en la cabeza, aquélla fue para mí una ocasión de desarrollarla en el marco de un curso -creo que esto coincidió con el último año en que fui profesor activo, porque me jubilé luego. Como decía, hice un curso acerca del tema del cosmopolitismo, del derecho cosmopolítico, sobre todo a través de Kant. Porque en esta época, si Usted recuerda, hubo muchos intelectuales, inclusive filósofos, que tomaron partido por una intervención militar. Había conmigo otros filósofos, y en particular Gilles Deleuze, que pensábamos, por el contrario, que el filósofo no puede aprobar, y esto bajo ninguna circunstancia, una intervención armada.
Por esta razón me consagré en un seminario al estudio de ese libro célebre de Kant que se llama Hacia la paz perpetua en el que había encontrado una terminología interesante y un análisis, que fue para mí absolutamente fundamental, en torno a lo que él mismo designa como la «hospitalidad universal». Una terminología, por una parte, porque Kant atrae nuestra atención sobre este problema del cosmopolitismo que es el de la situación contemporánea: el cosmopolitismo significa que en la actualidad todo hombre no es simplemente el miembro de una nación, de un Estado particular, sino de alguna manera un «ciudadano del mundo», en el sentido que los antiguos estoicos le daban a esa palabra; y, por otra parte, Kant establecía como principio esencial de la paz universal, como principio de la condición misma de lo que él llama el «derecho cosmopolítico», precisamente, una «hospitalidad universal». Ahora bien, esta expresión me pareció tanto más luminosa cuanto que, al analizar los conflictos pasados y contemporáneos, se veía que dichos conflictos resultaban siempre del simple hecho de que alguien no había querido acordarle la hospitalidad a los otros; que alguien había penetrado en su casa, que los había desplazado del lugar en el que se encontraban, que se habían replegado en sí mismos.
Me parece que la hospitalidad como apertura al otro, a la vez en el sentido de una hospitalidad privada y pública, o de una hospitalidad que llamaríamos internacional, constituye un principio fundamental de la sociedad contemporánea; y, yendo aún más lejos, una de las condiciones de la verdadera mundialización, es decir, de una mundialización que no esté constantemente jalonada por conflictos remotos, renovados o enteramente inventados. Tal era, en términos generales, el trasfondo de mi trabajo sobre la hospitalidad que me hizo remontarme hasta las fuentes antiguas. Aunque no quisiera prolongar más en este punto mi intervención, tiene Usted razón al señalar que la antigüedad ha conceptualizado filosóficamente y practicado políticamente una muy amplia hospitalidad ya sea en su expresión comunitaria o privada. El estudio de la literatura, de la filosofía y aun de la lengua antigua suscita nuestra particular atención (por lo demás, no soy el único en haberlo hecho; no me considero en absoluto un pionero en ese dominio) sobre la conexión existente entre las palabras de «huésped» y de «extranjero»; porque la acogida es, de algún modo, un medio de conjurar esta amenaza que de continuo, casi podría decirse que desde siempre, ha estado representada por un extranjero desconocido pero que, precisamente, se transforma en amigo cuando se le acoge como huésped. Hay, pues, una dialéctica inmanente a esta hospitalidad, en cuanto constitución de la conciencia histórica; y, ahondando más, afirmaría que de la conciencia humana. En tal caso podría decirse que el hombre deviene hombre cuando acuerda la hospitalidad. Sólo de esta manera no se opone al enemigo, sino que, por el contrario, lo transforma, en definitiva, en su amigo.
El tema que Usted acaba de desarrollar contrasta con el problema de la exclusión del otro y con el miedo a la diferencia. Pues bien, vivimos hoy en América latina un desventurado avance de ciertas posturas de corte etno-nacionalista y una tendencia, por decir lo menos preocupante, hacia el repliegue cultural. Esto se explica, quizá en parte, como consecuencia de una inquietud profunda -y a decir verdad, hasta cierto punto, justificada - frente a los fenómenos de la mundialización o de la globalización. ¿Cuál podría ser, a su juicio, el papel de la filosofía en la promoción de una auténtica cultura política y de una toma de conciencia que pudiera prevenirnos contra los riesgos de ese peligroso avance de los nacionalismos en América latina?
Pienso que, en el marco de una discusión limitada como ésta, no podría comprometerme en planes o especulaciones generales sobre asuntos de geopolítica; y todavía menos sobre América latina de la que soy ahora huésped y que aún no conozco lo suficiente. Pero es indudable que hay allí un lugar indispensable para la reflexión filosófica. Afirmaba hace poco (no sé si en el curso de las discusiones que tuvimos con los estudiantes o quizá en otra parte, en Bogotá, en donde se me interrogaba sobre el lugar de la filosofía en la política) que, de todas maneras, la filosofía es esencial a la existencia; algo totalmente indispensable para superar los puntos de vista limitados de una tecnología, de la óptica no menos limitada de una práctica política, de un realismo. Añádase a esto que el filósofo no es nunca un realista político, sino más bien -para decirlo en un sentido que muchas veces se ha desacreditado pero que yo me creo en la obligación de mantener- un utópico, es decir, alguien que no habla exactamente para la realidad contemporánea en su hacerse; habla para algo que atraviesa las circunstancias actuales en el sentido de Nietzsche [véanse sus Meditaciones intempestivas o Consideraciones inactuales]. Así pues, el filósofo es siempre intempestivo e inactual pero razona de modo más profundo y, precisamente, para el porvenir; luego, ha de estar siempre presto a pronunciarse, a criticar; de hecho, jamás consiente una plena aceptación de la situación presente. Pienso que ésta es una de las condiciones fundamentales del discurrir filosófico.
Ya Immanuel Kant había expresado una idea del mismo tenor (frente a las amenazas que pesaban sobre él por parte de Federico-Guillermo II de Prusia quien era un monarca bastante reaccionario, mientras que Federico II El Grande fue, en cambio, mucho más liberal en ese dominio); decía Kant, entonces, que la libertad de la filosofía no puede tener límites, porque la condición misma del filósofo consiste en expresarse libremente y que, por lo tanto, no pudiendo hacerlo plenamente debería mejor callarse, porque no puede aprobar el poder dominante que está siempre llamado a criticar. En tales condiciones -aunque no sé, empero, si la palabra del filósofo es escuchada, eso no depende de él- pienso que el filósofo cumple, efectivamente, un papel considerable para instar a los poderes políticos a su deber, a la puesta en obra de perspectivas de construcción de una humanidad futura; y esto, en particular, en el plano de la superación de los chovinismos nacionales, de las fronteras nacionalistas, a favor de una mayor hospitalidad, aun si las circunstancias políticas imponen en ocasiones ciertas restricciones; pero, en todo caso, urge allí la postulación de un enunciado de principios.
Lo que, precisamente, va en contra de la situación actual (Usted habla de América latina, yo me refiero al caso de Francia) en la que parece que se considera al extranjero como una amenaza, cuando en realidad constituye siempre una aportación: el aporte del otro, de lo nuevo, de una renovada perspectiva, de un punto de vista diferente que sólo ha de resultar enriquecedor. He aquí lo que ha de declarar el filósofo: «Ustedes hablan siempre de la amenaza del extranjero, de la invasión de lo foráneo; y, en cambio, nosotros los filósofos consideramos que la apertura hacia el extranjero constituye el primer deber tanto de los filósofos, como de los políticos».
La reflexión que Usted hace acerca del sentido de la palabra crítica del filósofo y de las perspectivas de construcción de una humanidad futura me suscita otro interrogante que me interesa particularmente plantearle: ¿Cómo constituir una comunidad filosófica supranacional, como la que ambicionaba Husserl, para hacer políticamente posible esa apertura hacia el otro que Usted evocaba hace un momento? Esto tiene que ver, asimismo, con el problema de la desterritorialización de la filosofía ya enunciado por Husserl, y que se encuentra también en el pensamiento de Deleuze. ¿Cuál es, por lo demás, el sentido que ese problema de la desterritorialización de la filosofía tiene en Deleuze?
ˇAh! Frente a los razonamientos que aquí hago no puedo, como se dice, "hacer hablar a los muertos". Pero, a pesar de todo, estimo que se pueden prolongar sus pensamientos o re-tomarlos para tenerlos en cuenta (lo que no significa del todo la misma cosa). Creo que, efectivamente, la concepción de Deleuze sigue enteramente esa vía: que la filosofía practica -lo que él llama una desterritorialización absoluta- no tiene fronteras en un plano de reflexión que es siempre el de la tierra, el de la humanidad; que no habla para pueblos separados y que no lo hace pura y llanamente desde un punto de vista nacional. Ahora, el que haya una comunidad supranacional de los filósofos constituye un problema interesante y que hoy se discute.
En efecto, tiene Usted razón de hablar de la fenomenología de Husserl como una referencia igualmente interesante, porque al inicio de su obra, pienso que conservó esta idea hasta el fin. Husserl pensaba la filosofía fenomenológica como un plan de acuerdo general que podía crear un trabajo colectivo para todos los filósofos, de manera que pudiesen encontrar la posibilidad de colaborar en una obra común. Cierto es que quizá no tuvo éxito en la realización de ese designio, porque tales posibilidades plantean el consiguiente problema de que Husserl, efectivamente, no tuvo en cuenta las diferencias de orientación; el hecho de que en el dominio de la filosofía, como quizá también en el del arte o en el de la literatura, los pensamientos convergen pero nunca están guiados por una idéntica orientación o por un propósito igual. Cada filósofo constituye él mismo su dominio conceptual y de pensamiento, y por tanto, sería difícil encontrar en filosofía un plan sobre el cual se pudiese establecer una comunidad de investigaciones que, rigurosamente, estuviesen guiadas por un mismo método. Creo que la riqueza de la filosofía consiste en la existencia de métodos diferentes. Algunas veces uno advierte que son más o menos convergentes o en ocasiones divergentes; pero pienso que, de todos modos, no se puede imponer un plan de investigación, un método único que, precisamente, sería contrario al principio mismo de la reflexión filosófica. Hay, ciertamente, una diferencia fundamental en la construcción de sistemas o, como decía Deleuze, que Usted justamente menciona, en la creación de conceptos.
Pero termino ahí para volver sobre lo que Usted planteaba al principio. Hay que decir también que no es frecuente que los filósofos puedan estar en verdadera oposición con respecto a muchos tópicos y, por lo menos y en particular, en el de la comunidad de espíritu de investigación y de espíritu crítico; de esa suerte de sociedad de amigos que, pese a su carácter un poco artificial y temporal, se crea, por ejemplo, en un momento dado en torno a los coloquios, en las conversaciones, en los congresos, en los intercambios. No se puede negar, empero, que hay allí algo absolutamente fundamental y que contrasta con los congresos internacionales de los Jefes de Estados. Mientras que los Jefes de Estado se reúnen con el objeto de decidir en común lo que, sin forzar los términos, llamaría la explotación del mundo y, para emplear un término de Heidegger, su «agenciamiento» [«arraisonnement»], los filósofos, en cambio, se reúnen para tratar de encontrar una verdad que vuelva el mundo más humano y que lo haga vivible. El gran problema del pensamiento en la actualidad consiste, a mi juicio, en hacer la tierra habitable para todos; en que no haya excluidos, desplazados, marginados de la sociedad, en que no existan topo oposiciones internacionales. Vuelvo sobre la idea que evocaba hace un momento con Usted, a saber, la de volver la tierra hospitalaria. He ahí, pues, cuál pueda ser, quizá, el problema central de la filosofía contemporánea con respecto a esa famosa mundialización que actualmente se propone y que, en cambio, parece guiada (sin que quizá se haya querido que las cosas sucedieran de ese modo, pero por la fuerza de las circunstancias) por la generalización de la inhospitalidad; sí, realmente es así. Y la filosofía se piensa enteramente en contra de esta dirección. No se trata, en definitiva, de generalizar la inhospitalidad sino, por el contrario, de generalizar la hospitalidad; de volver la tierra hospitalaria, habitable; habitable para todos.
Para la mayoría de los filósofos que Usted ha mencionado (hablo en particular de Kant y de Husserl pero también de Deleuze y de Foucault) la universidad ocupa un lugar de primer orden en el ámbito de sus preocupaciones filosóficas, habiéndola concebido como el espacio privilegiado de la reflexión, del disenso y de la crítica, pero además, como un lugar de acogida del otro y del reconocimiento activo de las diferencias. Ahora bien, con sus amigos Gilles Deleuze, Michel Foucault, François Châtelet, Jean-François Lyotard y algunos otros, usted contribuyó a la creación de la Universidad de París 8 después de los acontecimientos de mayo del 68. ¿Qué opinión le merece hoy ese movimiento contestatario y, con base en sus primeras impresiones, qué contraste podría establecer entre la universidad francesa y nuestras instituciones universitarias públicas?
Bien; éste es un problema bien interesante y al que respondo de buen grado; le contestaré de manera breve porque ello ameritaría muchas descripciones y suscitaría demasiados interrogantes. Se trata, en efecto, de una cuestión que se halla ligada a lo histórico y cada vez que algo se halla ligado a la historia, resultan siempre de ello perspectivas diferentes. De manera que doy mi propia apreciación de las cosas y, desde luego, sin comprometer a nadie. Los filósofos que Usted menciona, por desgracia hoy están muertos, lo que me resulta extremadamente triste porque fueron efectivamente amigos, mis amigos. Creamos una especie de clima de amistad alrededor de una investigación que, aunque era diferente para cada uno de nosotros, nos era después de todo común en sus orientaciones: en el deseo de abrir la universidad al máximo; creo que esa es la expresión que mejor conviene. Y de abrirla en dos sentidos: por una parte, en relación con los problemas abordados, es decir, a que estos no estuvieran limitados a lo que llamaría meros asuntos de conocimiento y de erudición universitaria, en particular la historia de la filosofía; y, por otra parte, abrirla a una población nueva, dado que las condiciones de ingreso a la universidad en Francia estaban exclusivamente circunscritas a la obtención del bachillerato. En efecto, esta universidad de Vincennes-Paris 8 estuvo abierta, bajo ciertas condiciones que no eran en realidad demasiado estrictas, a personas que no eran titulares del bachillerato; y, en cuanto simples visitantes, abierta a todo el mundo. Sin que pueda ahora precisar el momento exacto en el que las cosas sucedieron de ese modo, la universidad fue, al menos durante cierto tiempo, un lugar de libre paso; un lugar de encuentros y de discusiones cuyos resultados fueron muy fructuosos. Luego, por la fuerza de las circunstancias, hubo una reestructuración, una suerte de reglamentación un poco más rigurosa al interior de la universidad en lo concerniente a la obtención de diplomas.
Considero, a pesar de todo, que esta orientación ha sido permanente y que no sólo modificó la enseñanza al interior de la Universidad de París 8, sino además la universidad francesa y el modo de funcionamiento de las universidades extranjeras. Había, en particular, muchos estudiantes extranjeros, sobre todo en París 8. Por lo demás, esta acogida del extranjero se mantiene hoy en día, por desgracia con las restricciones impuestas por las legislaciones europeas, y creo que es una de las características de esta universidad. Entre los estudiantes extranjeros había muchos procedentes de África y de América latina. Tuve muchos estudiantes, como también Deleuze, Lyotard y Châtelet, que volvieron luego a América latina, imbuidos del pensamiento de esos filósofos. Pienso, por ejemplo, que Colombia es un centro de reflexión, como lo es también Brasil, en torno a pensamientos inspirados por Deleuze y Guattari. No se puede negar, en todo caso, al menos en lo que concierne a los departamentos de filosofía, que esta enseñanza en la universidad de París 8 tuvo una influencia benéfica y que hasta cierto punto modificó la existencia, y también de alguna manera la vida universitaria, en las relaciones con los profesores y en la recepción, al interior de la universidad, de problemas que antes se mantuvieron al margen de la vida académica, como los temas de sociedad, políticos etc.
En lo que a mí respecta, sigo estando absolutamente convencido -creo que Deleuze pensaba lo mismo, ya que lo dijo alguna vez- de haber hecho parte de una experiencia inédita. Y aclaro, para terminar, que en la óptica de esa inauguración de una universidad nueva no se buscaba, en modo alguno, la eliminación del pensamiento clásico de los autores o de las referencias de rigor a dichos autores. Ya se trate de Spinoza, Leibniz y Nietzsche; o de los griegos, Heráclito, Platón o Aristóteles, la filosofía ha estado siempre en relación con los autores clásicos que le han permitido preservar, precisar su lenguaje, formar asimismo este concepto que comporta precisamente, desde siempre, este elemento cultural que interpela y que contrasta con el lenguaje puramente técnico, puramente utilitario y de una pragmática extremadamente recalcitrante del pensamiento corriente o del llamado pensamiento mediático que, por desgracia, está tan expandido en el mundo actual.
Le agradecemos, Señor Schérer, por esas aclaraciones fundamentales. Me parece que esa relación de la universidad a la política remite también, en parte, al vínculo entre la filosofía y la política y, por tanto, al lugar mismo de la filosofía en la universidad. ¿Cómo podría definirse hoy ese lugar?
Se trata de un tema difícil y al mismo tiempo muy interesante y acerca del cual yo mismo me he preocupado. Quisiera hacer aquí particularmente referencia a un texto filosófico, puesto que hablo frente a universitarios; a un pequeño opúsculo de Immanuel Kant. Me di cuenta que ustedes conmemoraron este año la muerte de Kant en su Escuela de Filosofía. Así, pues, esta indicación no será incongruente para la mayoría de quienes van a escucharme o a leerme. El texto de Kant al que hago referencia se titula «El conflicto de las facultades»; en este texto trata, precisamente, de un problema universitario y de la diferencia existente entre las distintas facultades. Y distingue [específicamente] cuatro: la facultad de teología, la facultad de medicina, la de derecho y la de filosofía. Hacia el exterior, establece una diferencia entre las facultades que están ligadas al poder del Estado, al poder institucional, y que han de divulgar un saber para la aplicación de reglas y leyes que son tomadas por fuera de la facultad misma. Tal es el caso del derecho y de la teología. La medicina se halla un poco matizada y, en todo caso, la filosofía es una facultad que se da a sí misma sus propias leyes y sus propias reglas.
De esta manera, las facultades que dependen del Estado están sometidas a un poder y, en definitiva, se orientan hacia el aprendizaje de los medios técnicos necesarios para la puesta en aplicación de una autoridad exterior, mientras que la filosofía sólo depende de sí misma; es ella la que representa en la universidad la libertad de pensar. Ahora bien, tiene Usted razón cuando dice que la filosofía puede hablar en nombre de la universidad en general y es a causa de lo que digo, es decir, que lo propio de la universidad, sin ir en absoluto en detrimento de las diferentes facultades de la universidad, es que tiene un cometido a realizar. Y si bien hoy en día se han venido agregando otras facultades, como las de economía, economía política, gestión, informática etc., de las que no se desconoce la importancia, quizá la filosofía ocupa incontestablemente un lugar central en la medida en que la universidad y la investigación libre se identifican, y en que la filosofía se da a sí misma sus propias pautas. Creo que una universidad en la que no existiese un Departamento de Filosofía -ese problema también se debatió en Francia- estaría amputada de una parte fundamental de sí misma. Considero que toda universidad debe, ciertamente, comportar una importante parte directiva, pero realmente constituyente, a saber, guiada por la filosofía. Así, pues, la filosofía es, justamente, el lugar en donde se ejercen la crítica y la libertad de pensamiento que, al fin y al cabo, son constitutivas de todo ejercicio del pensamiento.
Me gustaría por mi parte preguntarle, si está Usted de acuerdo, ¿cómo a partir de los micro poderes, de esas fuerzas que operan de modo singular -y los hay de todo tipo no sólo al interior de la universidad -podemos crear en nuestra sociedad latinoamericana formas de resistencia para neutralizar los poderes de dominación? Pienso, específicamente, en un problema que tiene, por ejemplo, una gran importancia en la obra de Foucault.
Así es. El aporte de Michel Foucault al análisis del pensamiento filosófico y político de la sociedad consiste en haber descompuesto de una manera original la noción de poder; una noción que tradicionalmente ha sido reservada a la idea de que el poder es un fuerza que viene de arriba y que se ejerce, por parte de una autoridad superior, sobre el resto de la sociedad. Y Foucault analizó en detalle un poder, o más bien poderes, que no estarían únicamente concentrados en el del gobierno o en el del Estado, sino que, por una parte, están repartidos en diferentes estratos institucionales -es así como hay un poder médico, un poder psiquiátrico, que atrajo particularmente su atención -; y que, por otra parte, se propagan al interior de la sociedad. De tal manera que cada vez que un grupo se constituye, hay poderes que se constituyen, en cierta medida autónomos, haciendo posible el ejercicio de poderes superiores; hay, por tanto, una jerarquía de poderes.
Mas, para resumir con una fórmula muy simple, y un poco paradójica, el pensamiento de Foucault, sucede siempre que los poderes no vienen de arriba si no de abajo. De manera que ese abajo también caracteriza el lugar a partir del cual el poder puede transformarse en otra cosa. Cuando viene de abajo eso significa que, en el lugar en el que se constituye, existen siempre posibilidades de rehusar ese poder. Yo no puedo recusar el poder que me es impuesto, digamos por la policía, el ejército, los jefes de Estado, los dictadores o por el Parlamento, porque eso me desborda y porque, por encima de mí, hay de alguna manera un trascendente en relación conmigo. Pero a lo que sí puedo negarme, es a ejercer el poder sobre mi vecino. Hay, por supuesto, fuerzas de resistencia que son siempre movilizables; micro poderes sobre los cuales, precisamente, el análisis filosófico, la conciencia, puede tener un efecto. En el mismo momento en que Foucault razonaba sobre esos temas, en el que elaboraba su pensamiento sobre los micro poderes, Deleuze, Guattari y otros filósofos reflexionaban acerca de problemas que habían permanecido hasta entonces al margen de la política o que, por lo menos, sólo habían sido parcialmente estudiados por los políticos; por ejemplo, la situación de las mujeres que es un problema absolutamente fundamental, la cuestión no menos importante de las minorías sexuales o de la situación de los niños, de los menores, en relación con la autoridad de los adultos, etc., que constituyeron en cierta forma, en ese nivel en el que se instituyen los micro poderes, todo un dominio de micro-políticas y de micro políticas de resistencia. Es allí justamente, en el nivel que pasa desapercibido para la política ordinaria, que puede crearse la resistencia.
No puedo responder más ampliamente a su pregunta, porque esto nos llevaría a problemas que dependen, a la vez, de lo histórico, de la circunstancia, de la elección individual etc., pero, al menos, trazo el esquema general, es decir, lo referente a la constitución de los micro poderes. Además, el micro poder es también el de esos polos, el de esos terrenos inesperados de los cuales la política no se ocupa: los de las mujeres, homosexuales, niños, jóvenes, socialmente excluidos etc. Es allí donde las resistencias pueden constituirse, porque tocamos a algo que hace parte del dominio de la posibilidad individual, del deseo o, como afirmaban los estoicos, de «lo que depende de nosotros»; una resistencia es aquello que depende de nosotros. Por consiguiente, sólo escapa a nuestra posibilidad lo que, precisamente, no depende de nosotros. Sobre esto se puede hacer una especulación política, elaborar planes, planificaciones generales como se dice, especular, concebir sistemas, entre otros. Pero esto es mucho más aleatorio que el hecho de obrar sobre lo que depende de nosotros y respecto a lo cual se pueden constituir elementos de resistencia; eso compromete a cada individuo en su cotidianidad.
Añado, para terminar, que una perspectiva de este tipo había sido vista por Jean-Paul Sartre (quizá no lo expresó de la misma forma, pero ese es un rasgo de la filosofía contemporánea, al menos en Francia). Sartre es tal vez, en su existencialismo, uno de los primeros en haber atraído la atención sobre esta responsabilidad y esta libertad individual de cada uno, que puede modificar su actitud con respecto al otro y para consigo mismo. Considero que es allí donde la filosofía tiene un poder. Sobre lo demás puede ser, en efecto, incapaz de obrar por sí misma, si se toman en cuenta todas las fuerzas inmensas que están en juego. Sea como fuere, lo realmente importante en el ámbito de la filosofía es la resistencia individual. Me parece que también una idea semejante, aunque tampoco expresada del mismo modo, había sido entrevista, por ejemplo, en la resistencia pasiva que estuvo en la base de la política de Gandhi. Ahora bien, todos esos problemas en torno a las fuerzas de resistencia que pueden ser movilizadas en el nivel en el que se constituyen tales micro-poderes, pueden ser considerados como problemas que hacen parte del dominio de la práctica política de la filosofía.
El problema de la exclusión del otro, del cual acaba de suministrarnos un significativo aporte, puede ser abordado desde muy diversos paradigmas. Ahora bien, precisamente ayer, asistió Usted a la «IV semana de la diversidad sexual» que tuvo lugar en la UIS y que le despertó un muy vivo interés. ¿Tendría ahora algo que decirnos acerca del significado de ese encuentro?
No asistí a la totalidad de las intervenciones -como Usted misma, por lo demás-; sólo estuve en una última sesión que giró en torno a la recepción, si se puede decir así, a la actitud bien a menudo de menosprecio que asume la población con respecto a la homosexualidad. Se trata de un problema importante que surgió en el mundo, creo que quizá en los Estados Unidos en primer lugar y luego en Francia, alrededor de 1968. No conozco muy bien la posición americana, de manera que no podría pronunciarme al respecto. En Francia, por lo menos, el movimiento que concierne los homosexuales, hombres y mujeres, fue inaugurado más exactamente en 1971 cuando se crearon los llamados movimientos de resistencia o de liberación, como el de las mujeres. Se constituyó luego un movimiento denominado el «Frente Homosexual de Acción Revolucionaria», término un poco ambicioso pero que se acomodaba bien a la situación de la época, en la que todo se pensaba en términos de revolución. De aquí que se pensase que la transformación de la actitud general con respecto a los homosexuales podía ser un elemento de revolución general social. Era un poco ambicioso y tal no fue el caso, pero, indudablemente, eso tuvo de todos modos una influencia en la actitud de la sociedad, en Francia y en Europa, aunque el proceso fue lento y por más que en la actualidad no se pueda afirmar que haya en Europa, salvo en algunos países, una perfecta tolerancia, una perfecta adhesión en un plano de igualdad, entre los niveles de las minorías sexuales y entre los homosexuales y los heterosexuales. Con todo, la actitud de lucha, de reivindicación por una igualdad de derechos, sigue estando vigente aun en Francia. En Holanda hay quizá una posición más avanzada y tolerante en función de la actitud de tolerancia que fue siempre la de la Holanda Septentrional. No hay que olvidar que Holanda fue el país de acogida de los refugiados, podríamos casi decir de los refugiados del pensamiento, como Spinoza, Descartes, etc., desde el siglo XVII; el lugar en el que se editaban libros que no podían ser impresos en Francia, o en otros países, a causa de la censura real. De manera que había asimismo esta libertad de la diferencia en la expresión de las actitudes sexuales.
Digo ahora, para terminar esta anotación, que el problema de la inclusión de los homosexuales no es simplemente, a mi juicio, una cuestión de derecho -como bien pudo verse en la interesante discusión acerca de ese tópico que, precisamente ayer, tuvo lugar en la UIS. Aunque la redacción de leyes es, ciertamente, esencial en la formación de una tolerancia con respecto a lo que se denomina las minorías sexuales, no se trata tan sólo, repito, de un problema jurídico. Hay siempre algo que excede esos problemas que no pueden ser codificados y que dependen de la modificación de las mentalidades. El derecho mismo lo único que hace es expedir reglas; y, aunque es innegable que puede estimular un cambio en las mentalidades, no puede tener un real efecto en ellas si todo esto no va acompañado de un esfuerzo permanente de educación, de información, de apertura del espíritu, un poco como lo que se requiere también en el caso de la hospitalidad. Bien entendido que éste es de igual modo un problema de derecho; puede permitir la promulgación de un cierto número de reglas de recepción referentes al extranjero, pero esto es algo que indiscutiblemente rebasa el ámbito del derecho por cuanto se trata de lo que bien podríamos llamar un imperativo incondicional que no puede encuadrarse exclusivamente en el dominio jurídico.
Afirmaría, por tanto, la misma cosa en relación con la aceptación, con la admisión de los homosexuales que no es, simplemente, una cuestión dependiente de la publicación de un cierto número de leyes, o en todo caso de las transformaciones de la legislación, sino de problemas que competen a las mentalidades; que dependen de una reforma muy profunda que sólo una actitud individual, con respecto a esta causa, puede realmente favorecer. Eso es todo lo que diría sobre ese aspecto. Pero, hemos de reconocer que se trata siempre, lo veo ahora en Colombia y en otros países como Francia, de un problema de actualidad, de una cuestión a debatir que la filosofía puede y debe tomar en cuenta e inclusive, situar en el primer rango de sus preocupaciones. Debe tenerse en cuenta el hecho de que el sujeto del que habla la filosofía, el sujeto al cual se dirige, no es nunca una abstracción; es siempre un individuo sexuado que se apasiona, que tiene sus propias formas de deseo, sus propias formas de acción. Por consiguiente, éste es realmente un problema con el cual la filosofía se ha comprometido y al que no puede sustraerse.
Usted parece tener, con respecto a ese problema del deseo, un eje de reflexión común con Gilles Deleuze. Me gustaría hacerle tres preguntas acerca de ese filósofo que fue también su amigo y porque estamos ahora conmemorando el aniversario de los diez años de su muerte.
ˇTres, no...esperen, todavía tres preguntas! Vale, eso no importa, digamos que tres. Pero, ustedes podrían poner quizá en la redacción de su texto, para hacer esta conversación mucho más vivaz, un «tres» horrorizado con un gran punto de exclamación. Acaso así les parecería menos irascible.
ˇAh! Eso no. Pensamos, por el contrario, que es Usted adorable y en verdad muy complaciente.
Hago entonces mi pregunta: Nosotros los latinoamericanos estamos casi obsesionados con la idea de progreso. Sin embargo, al interior de nosotros mismos producimos nuestro propio deseo, pongamos por caso en la literatura, la poesía, el cine y la pintura. ¿Qué posibilidad habría de conciliar esa doble tendencia, es decir, por una parte, la impulsión hacia el progreso a toda costa y, por otra, la orientación hacia la afirmación del deseo? Creo que el propio Deleuze ya había entrevisto ese problema.
Entonces, esa es una de las primeras preguntas. Para darle mi respuesta no voy a remitirme a Deleuze, sino a alguien a quien ya tuve la ocasión de referirme en el curso de mis intervenciones en la UIS. Hablo de Pier Paolo Pasolini quien, como ustedes saben, fue a la vez cineasta, poeta, novelista, semiótico y periodista y quien dio, además, algunas perspectivas políticas sobre esta cuestión de la relación entre la política, tomada en su sentido ordinario, y los problemas de la pasión, del deseo y del amor. Hago así mención a lo que escribió y publicó en el epítome que se titula Escritos corsarios. Me parece que se trata de escritos de una candente actualidad, pese a que fueron redactados en los años sesenta, más o menos entre el 63 y el 70 (como ustedes recuerdan, Pasolini murió asesinado en 1975). En ese texto hay un artículo que se titula «Progreso y desarrollo»; es realmente muy interesante porque allí define una política y una perspectiva que quizá hoy en día tienen total vigencia. Critica la política de izquierda en la Italia de ese momento, mas no en lo relativo a problemas directamente ligados a la sexualidad, aunque están implicados, sino a propósito de temas de ecología; lo hizo inclusive, no estará de más decirlo, antes de que se empezara a hablar de ecología. Pasolini se había mostrado en extremo sensible a la transformación, a la destrucción del medio ambiente natural, del paisaje, de los modos de vida, de la flora y la fauna etc., en la Italia contemporánea y en otros países mediterráneos. Le reprocha a las municipalidades de izquierda el que hayan adoptado en relación con tales temas, sin ningún elemento crítico, todas esas modas simplificadoras que hoy en día conocemos hasta la saciedad: transformaciones y destrucciones del paisaje, de la naturaleza, deterioraciones del suelo (para evocar un problema de actualidad, ahora nos apercibimos del cambio de los climas que es una de las plagas de la ocupación misma del planeta).
Ahora bien, Pasolini afirma que se ha confundido la idea de desarrollo con la de progreso. De ahí que no opone en este texto el progreso al deseo sino al desarrollo. A ese desarrollo, agregaría yo, que hoy se asocia con el término de «crecimiento» y que ha llegado a convertirse en la principal obsesión de los gobiernos. Por tanto, ese desarrollo o crecimiento no toma en cuenta los deseos y sus finalidades. Todo esto no es más que una cuestión de palabras, pero creo que es también un problema de sentido; porque, en efecto, es siempre embarazoso decirse a sí mismo «no soy progresista», tanto más cuanto que la filosofía, el lenguaje, el pensamiento corriente, le acuerdan, a pesar de todo, una nota valorizante a esta idea de progreso. Cierto es que si uno se retrae del progreso, parece adherido al pasado, nostálgico y reaccionario desde el punto de vista político, aunque la mayoría de los pensadores -creo que no estoy forzando las cosas-, la mayoría de los filósofos, gustan decirse de izquierda cuando, en definitiva, parecen ponerse del lado de la derecha, y de la derecha más reaccionaria, porque hacen una política que suprime el espacio del deseo.
Dejando de lado a Pasolini, y para volver directamente a su pregunta que me parece clara, creo que no hay conflicto entre deseo y progreso. Pienso, por el contrario, que la liberación del deseo en sus diferentes matices, en sus diferencias imperceptibles, en lo que llamaría su diferencial para emplear un término de tonalidad casi científica, pertenece asimismo de una manera general al progreso. Lo que sí me parece contrario al progreso es la orientación hacia un desarrollo unilateral que sólo consiste en un dominio del hombre sobre la naturaleza; que no toma en cuenta lo que, con justa razón, podríamos llamar las resistencias de la misma naturaleza y su incompatibilidad con respecto a esa dominación unilateralmente técnica de la explotación de los suelos, la vegetación, los bosques etc. Vemos cómo el ciclo de ese desarrollo juega, por ejemplo, un papel absolutamente nefasto, dramático, en la deforestación, cuyos nocivos efectos son en la actualidad de una evidencia contundente a escala planetaria y que acaban inclusive por tocar los dominios mismos del desarrollo, del crecimiento, que se encuentran, precisamente, detenidos por esta acción involutiva de las transformaciones naturales de la deterioración del clima, del calentamiento del planeta.
Retomando el sentido entrevisto en Pasolini, diría que no sólo no hay conflicto entre el progreso y el deseo, sino que, por el contrario, tengo la convicción de que el deseo va en el sentido mismo del progreso. Como decía hace un momento a propósito de los homosexuales, de la liberación de las mujeres, es decir, de la atribución de una plena igualdad a las mujeres, del reconocimiento de sus valores y capacidades, así como de la admisión de los homosexuales, todo esto va en el sentido del progreso y no en el de la reacción.
Lo que no va realmente en el sentido del progreso y que va, en cambio, en el sentido no de una reacción sino de una huida mágica dramática, inconsiderada, que conduce la humanidad a un abismo, es el desarrollo, la subordinación de todo el progreso a lo que se denomina el "crecimiento", que no es más que una recesión, aunque tal vez la palabra no sea enteramente justa, es decir, una destrucción o autodestrucción inconsciente de la humanidad por ella misma. Afirmaría así, para concluir esta crítica sobre los efectos del desarrollo o del crecimiento, que el problema no consiste, finalmente, en el hecho de crecer, sino en el de crear. Pero no se puede crecer sin crear y, sobre todo, sin creer en la virtud del deseo del hombre. He ahí la reflexión que personalmente propongo.
Me parece que con la idea que acaba de desarrollar, se plantea asimismo la cuestión de la posibilidad de la filosofía como pensamiento creador. Teniendo en cuenta, vuelvo una vez más sobre Deleuze, que la creación no ha de ser propiamente entendida como un acto del sujeto, sino como el encuentro entre dos, o entre tres…¿Cuál sería, entonces, la clave de comprensión de la idea de la filosofía como creación? Y, finalmente, ¿esta idea podría extenderse a los dominios del pensamiento científico y del pensamiento artístico?
Ciertamente; pero es indudable que «creación» se entiende en diferentes sentidos. La filosofía -tomo aquí la definición más cómoda porque es interesante y muy clara aunque no se pueda adoptar enteramente porque se podrían quizá refutar ciertas formulaciones-, la filosofía es tal vez considerada, según la distinción establecida por Deleuze y Guattari, como una creación de conceptos; la ciencia, en cambio, es creación de otra cosa, es decir, de esos modos de puesta en relación de las cosas de una manera matemática o física y que Deleuze y Guattari llaman asimismo funciones: el estudio de la variación de ciertas cosas en conexión con ciertas otras, su puesta en relación. Estuvimos ayer en la Escuela de Geología de la UIS (en donde fuimos cálidamente recibidos en su valioso museo de petrografía). Ahora bien, el estudio de la geología consiste en poner en relación un cierto número de fenómenos, de transformaciones químicas que se concretizan en las cristalizaciones, en las estratificaciones de la tierra. Se puede, si se desea, llamarlos conceptos, pero, para distinguirlos de los conceptos filosóficos, Deleuze y Guattari prefieren denominarlos funciones. Este es, por ejemplo, el caso de la relación de una roca con formulaciones químicas, la presencia o la ausencia de un cierto número de cuerpos elementales, de minerales, de materiales, de cuerpos simples. Así, es en función de esta presencia o ausencia que varían los cuerpos químicos, las rocas, porque en geología es justamente de eso de lo que se trata, de las estratificaciones terrestres.
Pero hay también, por otra parte, creación en el dominio artístico; la creación de lo que podría concebirse -todavía en contraste con aquellos conceptos científicos o con la puesta en función de la ciencia- como la creación, a la vez, de percepciones, de afecciones, de sentimientos nuevos. Una obra de arte -literatura, pintura, música-, crea, suscita afectos, pasiones, sentimientos diferentes. Además, para establecer una suerte de equilibrio con los conceptos, Deleuze y Guattari designan esta percepción nueva como los afectos; o aun, recreando una palabra relativamente reciente, los «perceptos». Independientemente del hecho de que se adopte o no esa palabra, vemos en todo caso lo que significa, es decir, que la obra de arte crea en ese dominio transformaciones espaciales o temporales; que el papel del artista consiste en hacer surgir, en la obra de arte o en nuestra visión de las cosas, y por así decirlo ante nuestros ojos, una nueva sensibilidad frente al espacio y al tiempo. Una sensibilidad frente al espacio, cuando se trata de obras plásticas; al tiempo, en el caso de las obras musicales; al Espacio-tiempo en lo que toca a los grandes movimientos, como en el cine.
El cine, declara Deleuze, es una manera de crear bloques -sus expresiones están siempre ornadas con imágenes-, de crear bloques de Espacio-tiempo. El filme nos sumerge siempre, cuando es bueno (hay, en efecto, filmes que son nulos y que no pueden crear bloques de Espacio-tiempo; otros que, en ese sentido, nos hacen alzar el vuelo). No tengo ejemplos que dar, cada cual encontrará los suyos, aunque se puede pensar en Douglas Feirbanks, en Sergei Eisenstein, en Friesland, quienes nos arrastran de repente en esos bloques de Espacio-tiempo; y entre los más modernos, estaría Jean Renoir. Cada uno creará, a satisfacción, sus propias referencias. Termino sobre este punto diciendo que, efectivamente, existen dominios de creación conceptualizados en la filosofía como pertenecientes al ámbito esencial del quehacer filosófico. La filosofía no se contenta con reflexionar acerca de lo que ya se dijo, sino que crea de nuevo. Ésta es quizá la diferencia de la filosofía de Deleuze con la afirmación de Hegel: «La filosofía viene siempre demasiado tarde; en cuanto pensamiento del mundo, reflexiona sobre lo que ya ha pasado» [véase la introducción a los Principios de la filosofía del derecho]. No discuto acerca de la apreciación negativa que Deleuze da de Hegel; creo en verdad que hizo a menudo un juicio más severo de ese filósofo de lo que pensaba en el fondo; porque sentía, por el contrario, una gran admiración con respecto al pensamiento de Hegel, en la medida en que éste es también muy creativo. Mas la formulación de Hegel consistiría en pensar -fue por ese motivo que se opuso a él- que la filosofía está siempre a un paso de quedarse detrás, rezagada, y que no puede obrar ni ser inventiva. Deleuze asume entonces la posición inversa, afirmando que la filosofía no es tan sólo reflexiva, sino además creativa. Quisiera atraer la atención en ese punto, respecto a la significación que puede tener la idea de creación. Desde luego, la filosofía no es la única en hacerlo. Es incuestionable que la obra de arte, la ciencia, también son creaciones.
¿Podría decirse, entonces, que, en Deleuze, el problema de la diferencia deviene, finalmente, el de la creación?
Ciertamente. Y seré breve, porque no hay nunca creación sin diferencia. Más exactamente, crear es siempre crear algo nuevo; es diferenciar, no repetir. Si dicha diferencia fuese pura y llanamente una repetición, no sería en tal caso una creación. Ahora bien, hay siempre una intrincación, es mejor no emplear el término dialéctica porque también aquí estaríamos en contravía del pensamiento deleuziano que no era muy dado a emplear esa palabra de dialéctica, ya que ésta tiene, igualmente, un sentido particular bastante restringido. Yo no sería, por mi parte, reacio a emplear ese término que puede tratarse de muy diversas maneras. Decía, entonces, que se da una intrincación, pongamos una combinación, un tránsito permanente de la una a la otra; de la diferencia a la repetición hay cosas que se repiten, pero siempre haciendo surgir una diferencia. El mismo Deleuze utiliza la expresión «repetición de la diferencia», cuando analiza el pensamiento de Nietzsche, etc.
Viene luego, incontestablemente, el que se dé una relación muy estrecha entre la creación de las diferencias o la adopción de la vía de la diferencia, es decir, del acto que consiste en el hecho de penetrar en las diferenciaciones, en hacer deslizar el pensamiento, el lenguaje, hacia cosas que han de aparecer como diferencias y que al punto concentrarán, o, también en un sentido repetirán, diferencias que antes resultaban imperceptibles. Toda obra, en su surgimiento, opera ese movimiento, ese acto quirúrgico que consiste en dar cuenta de lo que antes pasaba inapercibido. Es así como a partir de la obra, sea ésta filosófica, científica o artística, uno puede volverse sobre el pasado diciendo: « ¡Ah! Eso era, y yo no me había apercibido». Sí, creo que es de esta forma como hay que ver; que es así como en realidad son las cosas. La operación del filósofo, como decía a propósito de Deleuze, consiste en hacer ver. Y había dado por título a mi primera conferencia: «Deleuze, un vidente»; en esto consiste el hacer ver, es decir, en ir en el sentido de la diferencia, cultivarla, en concentrarla de tal manera que por un acto de retracción, una reposición de las cosas, un retorno hacia atrás, un giro de la mirada, pueda decirse: «Sí, eso era. He ahí cómo hay que ver las cosas; y ahora me doy cuenta que lo que precisaba no era más que lo que se llama una toma de conciencia». Después de todo lo que hemos dicho, la filosofía es, finalmente, en su operación, una toma de conciencia en relación con las cosas que antes pasaban desapercibidas. Y esto está siempre por rehacer, no se hace nunca de una vez por todas. O, también, esto adopta siempre la vía progresiva de la diferencia.
Le agradecemos, René Schérer, porque acabamos de vivir con Usted un momento de experiencia trascendental, de don filosófico y de profunda alegría.
Gracias a ustedes.
Praxis Filosófica cuenta con una licencia Creative Commons "reconocimiento, no comercial y sin obras derivadas 2.5 Colombia"