De Epígonos y pioneros. Isócrates y Tocqueville en la encrucijada

About epigones and pioneers. Isócrates and Tocqueville at the crossroads

Esteban Anchustegui-Igartua
Universidad del País Vasco, Gipuzkoa - España
E-mail: esteban.antxustegi@ehu.es

Recibido: abril 28 de 2013
Aprobado: mayo 31 de 2013


Resumen

Este artículo reflexiona sobre dos autores que fueron testigos del declive de sendos periodos histórico-políticos, pero en cuyo pensamiento sigue presente el imaginario político que caracterizaba el período pretérito, del mismo modo que sus textos analizan las causas que produjeron tal declive.

Así, Isócrates persigue la defensa del ideal democrático griego y la vuelta a la antigua constitución ateniense, denunciando los errores cometidos y proponiendo las condiciones que posibilitarían su restauración; Tocqueville, por su lado, escribe El Antiguo Régimen y la Revolución motivado por el profundo rechazo que las secuelas del torbellino revolucionario produjeron en él, analizando los desaciertos y las motivaciones que hicieron posible el cataclismo histórico puesto en marcha por el proceso revolucionario, a la vez que desenmascara el sistema de opresión y despotismo que se ha consumado con el triunfo de la Revolución.

Palabras clave: democracia, igualdad, oligarquía, Antiguo Régimen, Revolución, libertad.


Abstract

This article reflects on two authors who witnessed the decline of two separate political and historical periods, but whose thinking is still present the political imagination that characterized the tense period in the same way that their texts analyze the causes that produced such decline.

Like this, Isocrates pursues the defense of the greek democratical idea and the return to the ancient Athenean constitution, denouncing the errors and proposing the conditions that would enable the restoration; Toqueville, meanwhile, writes The Old Regime and the Revolution, motivated by deep regret that the aftermath of revolutionary hurricane occurred in it, analyzing the errors and motivations that made the historical cataclysm launched by the revolutionary process, at the same time that unmasks the system of oppression and despotism that has been accomplished with the triumph of the Revolution.

Keywords: democracy, equality, oligarchy, Old Regime, Revolution, freedom.


Hay configuraciones básicas del razonamiento de los seres humanos que han venido actuando a través de la historia y que, a pesar de los inevitables cambios producidos en el devenir de los tiempos, mantienen singularidades sustanciales. Estas estructuras, en definitiva, han servido para contestar a las preguntas que los humanos han formulado acerca de su vida individual y en comunidad. Así, estas disposiciones, al suministrar herramientas básicas de discernimiento y sentido de la realidad dirigen las formas que adopta el imaginario colectivo, cuya adquisición y empleo tienen una condición esencialmente social. Utilizando estas estructuras imaginarias, en este artículo trataré de dos epígonos (Isócrates y Tocqueville) de periodos distintos que ellos mismos perciben como ya periclitados, y que, a pesar de ser testigos de una nueva realidad emergente, no dudan en acercarse, casi con cierta melancolía y añoranza, a indagar las razones que propiciaron su desaparición

Isócrates y el ideal democrático

Respecto al primero, aún queda un mundo que ya tal vez sólo habite en el recuerdo, el cual, como para muchos contemporáneos, sigue formando parte del imaginario político: el de la democracia ateniense1. De este modo, la democracia de los antiguos y sus deberes cívicos siguen siendo un contrapunto frente al énfasis de la vida privada, característico del liberalismo.

El Estado liberal se define como un Estado de derecho en el que se ofrece al individuo la seguridad jurídica de no estar sometido a la arbitrariedad del poder, siendo los derechos individuales la mejor herramienta para la salvaguarda de su autonomía y privacidad. De esta manera, las concepciones liberales integran los ámbitos económico, doméstico y religioso, donde la libertad se concibe como el ejercicio de la individualidad bajo el amparo de la privacidad. Este menosprecio al ámbito público y el consiguiente distanciamiento de la política es valorado desde los albores del liberalismo como propio de aquéllos que disponen de tiempo para el ocio, así como de los que se afanan en una vida de negocios y comercio2. De esta suerte, la característica más definitoria para distinguir la política contemporánea con respecto a la de los antiguos estriba en que estos últimos eran meras piezas de un engranaje, la polis, que les hacía consumir todo su tiempo, independientemente de que los ciudadanos hallaran contrapartidas en el autogobierno, tanto en lo referido al ámbito estrictamente político como en lo concerniente a la autodeterminación de su propia vida, vinculada al espacio público compartido y fundamento de socialización. Pero éste es un tópico repetido -al menos desde la célebre conferencia de Benjamin Constant de 1819- hasta la saciedad, no contrastado suficientemente, por ejemplo, con la vida real de los atenienses, el ejemplo más destacado de una polis gobernada por sus integrantes.

Así, como manifiesta Quesada en el texto señalado, habría que recordar, en primer lugar, las revueltas sociales llevadas a cabo por los atenienses para poder instaurar el mencionado sistema, luchas motivadas por causa de la absoluta desigualdad en el reparto de las tierras y la caída en la esclavitud de quienes no podían hacer frente a sus deudas. Hubo que esperar a la reforma de las leyes por Solón, a finales del 509, para acabar con la esclavitud de los ciudadanos atenienses más pobres. Desde este punto de vista, las disposiciones promulgadas por Solón pretendieron corregir los extremos más sangrantes dentro de cada demos "sin permitir a nadie -señala el reformador- triunfar injustamente sobre otro". Evidentemente, estas leyes, que amparaban a los ciudadanos más pobres, no trajeron como consecuencia la desaparición de la penuria del pueblo, cuyo componente mayoritario disponía de escasos medios de subsistencia, ni tampoco provocó la desaparición de los estratos superiores, constituidos por los sectores de la aristocracia y del dinero. Lo extraño, afirma Finley, es explicar cómo pudo durar tanto la democracia en Atenas, en una continua tensión entre los líderes de la élite y el campesinado, incluso cuando se decidió aumentar la participación directa de los pobres en el orden político de la ciudad3. En este sentido, como acertadamente señala Quesada, Aristóteles ya distinguió entre la democracia de los pobres y la democracia de los aristócratas, y cuya diferencia no estribaba en el uso de la "mayoría" para tomar las decisiones, sino en que una era la democracia de los pobres, de los muchos, y la otra la de los ricos, o los pocos.

Con todo, al hablar de Grecia hay que ser riguroso, y la Grecia que aquí importa es la que va del siglo VII al siglo V, periodo en el que, con sus altibajos, la polis se va transformando en una polis democrática. Esta fase finaliza, además, en los albores del siglo, por lo que se puede concluir que tanto Platón como Aristóteles no son filósofos de la fundación democrática griega. Con todo, dejando de lado a Platón, cuya simpatía antidemocrática es más que evidente, Aristóteles es doblemente paradójico, porque, siendo demócrata, es «anterior» a Platón, además de pensador de la democracia, aunque, según Castoriadis, hay creaciones de la democracia que Aristóteles no llega a comprender verdaderamente, siendo la tragedia el ejemplo más contundente, y cuya esencia no capta4.

Si no se tiene clara esta distinción, usando un símil de Castoriadis5, es como si uno buscara el pensamiento político de la Revolución francesa en Charles Maurras, manteniendo las proporciones en cuanto a la dimensión espiritual de los dos autores. Ciertamente, Platón deja aparecer por momentos lo que era la realidad de la democracia, por ejemplo, en el discurso de Protágoras en el diálogo del mismo nombre, donde se expresan admirablemente los lugares comunes de las creencias y de los pensamientos democráticos del siglo V, si bien lo hace para refutarlos después, pero eso poco importa. En este sentido, nuestras fuentes no pueden ser más que la realidad de la polis, realidad que es expresada por sus leyes, donde hay un pensamiento político encarnado, instituido y materializado, igual que deben ser buscadas en la práctica de la polis, en su espíritu.

Como dice Finley6, los griegos inventaron las elecciones, pero hay un punto esencial al cual no siempre se le presta la debida atención: para los griegos, las elecciones no representan un principio democrático, sino un principio aristocrático. Así, cuando se elige nunca se trata de elegir a los peores; sino que se trata de designar a los mejores -aristoí-. Y cuando Aristóteles propone en su Política un régimen concebido como una mezcla de democracia y de aristocracia, este régimen es una mezcla en la medida en que también habría elecciones. Desde este punto de vista, el régimen efectivo de los atenienses correspondía a lo que Aristóteles llama su Politeia, que él consideraba como el mejor7.

Siguiendo a Castoriadis, en el mundo antiguo los expertos existen, pero su dominio es la techné, dominio en el que se puede utilizar un saber especializado y en el que se pueden distinguir los mejores y los no tan buenos: arquitectos, constructores navales, etc. Pero no hay expertos en el ámbito político. La política es el dominio de la doxa, de la opinión; no hay episteme (saber) político ni techné política. Es por ello que las doxai, las opiniones de todos, en una primera aproximación son equivalentes; y luego de la deliberación, hay que votar. En el imaginario moderno, al contrario, los expertos están presentes en todos los ámbitos, la política está profesionalizada, y la pretensión de una episteme política aparece, aunque no sea proclamada en la plaza pública. Y es Platón quien da inicio a esta tradición, quien proclama que hay que terminar con esa aberración que constituye el gobierno por hombres que no están sino en la doxa, y confiar la politeia y la conducción de sus asuntos a los poseedores del verdadero saber, a los filósofos8.

Finalmente, y concluyo con Castoriadis9, en el mundo antiguo se reconoce que es la colectividad misma la fuente de la institución, al menos de la institución política propiamente dicha. Las leyes de los atenienses comienzan siempre con la famosa cláusula: edoxe te boule kai to demo ("le pareció bien al Consejo y al pueblo"). La fuente colectiva de la ley está explicitada, y de la misma manera la sociedad forma al individuo. De ahí el peso enorme que recae sobre la paideia, la educación en el sentido más amplio del término, de los ciudadanos. Asimismo, el ethos político dominante en los antiguos es de una franqueza brutal. Está presente, por ejemplo, en Tucídides, en el discurso de los atenienses a los melios. Los melios reprochan a los atenienses haberles hecho sufrir injusticias; y los atenienses responden: seguimos una ley que no inventamos, que encontramos allí, y que siguen todos los humanos e incluso los dioses, a saber, la ley del más fuerte10. Esto se dice brutalmente, y va acompañado por la idea implícita de que el derecho solo existe entre iguales, y los iguales son los miembros de una colectividad que supo instaurarse como lo suficientemente fuerte para poder ser independiente y en la cual, en su interior, los hombres pudieron erigirse con la capacidad para reivindicar y obtener derechos iguales.

Centrándonos en este periodo, Tucídides refleja magistralmente los momentos de mayor esplendor de la polis bajo el mando de Pericles, expresado en el discurso de la oración fúnebre que pone en boca de éste: "El nombre de nuestra constitución -dice Pericles- es democracia porque no entregamos la ciudad a una oligarquía, sino a un sector más amplio de ciudadanos; y en realidad, sus leyes dan a todos indistintamente los mismos derechos en la vida privada [...] La vida política de nuestra ciudad se desenvuelve libremente [...] Puesto que no hay prohibición alguna en la vida privada (subraya Quesada), no transgredimos la ley en las relaciones públicas, sino que sentimos reverencia hacia ella [...] He de decir, en definitiva, que nuestra ciudad, en su conjunto, es la escuela de la Hélade y que, en mi opinión, cada uno de nosotros personalmente desarrolla una personalidad autónoma que acepta con elegante flexibilidad las más diferentes formas de vida (subrayado de Quesada)"11.

Como decía al inicio, y señalará Isócrates diciendo que la impar Atenas del pasado habita sólo en el recuerdo mientras la de hoy sólo conserva de aquélla el nombre, actualmente es difícil deslindar en el imaginario político la Atenas real de aquélla época de la Atenas ideal. Ciertamente, los puestos de mayor relevancia en Atenas no fueron ocupados por rotación, sino elegidos entre la clase más poderosa; ni las asambleas tuvieron fácil su desarrollo, por falta de quórum en muchas ocasiones; ni las votaciones fueron siempre tan libres y limpias como cabría suponer. Todo ello, sin embargo, no es relevante para poder apreciar la aportación griega a la fundación de la política, ni tampoco es significativa (más allá del conocimiento histórico) la crítica que autores griegos de la época post-Pericles harán denunciando en lo que se ha convertido la ulterior Atenas. Como ejemplo, y epígono de un periodo del que no se puede sustraer, voy a referirme a la acusación que realiza Isócrates (Atenas, 436 a.C. - ibíd. 338 a.C.) al estatus político de su ciudad, donde el acúmulo de virtudes, de sabiduría, justicia y piedad que toda grandeza requiere, tan abundante y prolífica antaño, se ha metamorfoseado en la actualidad en esa átona y depravada suma de injusticia, apatía, ilegalidad y avidez que, como una nueva piel moral, envuelve la conducta de sus ciudadanos12. Y -señala en la misma línea- donde la misma ciudad un día admirada por los griegos y temida por los bárbaros, que educaba a sus hijos en la virtud y practicaba la solidaridad a fin de impedir los estragos de la pobreza, es hoy objeto de odio y desprecio respectivamente, cuna de rencores intestinos y mutua indiferencia, con lo cual ya los pobres deben entregarse a comportamientos que avergüenzan a la ciudad13.

Todo ello no deja de ser accesorio desde el punto de vista de lo extraordinario de la aportación ateniense, donde, como manifiesta Quesada, la escuela de democracia y el ejercicio de las virtudes ciudadanas, especialmente por parte de la boulé o Consejo de los quinientos, generó durante 170 años uno de los momentos políticos de mayor calado y radicalidad entre los que la historia nos ha ofrecido. En definitiva, la democracia ateniense posibilitó que miles de ciudadanos se ejercitaran en la discusión y toma de decisiones de modo inmediato y directo sobre la guerra y la paz, sobre las alianzas con los extranjeros, sobre la elección de mandos, sobre la gestión de los magistrados o sobre los que intentaban transgredir las leyes14.

Por tanto, no es la nostalgia de un régimen democrático absoluto, que nunca existió, lo que debe estar en la base de nuestras preocupaciones. Nuestra inquietud debería dirigirse más bien a los límites e, incluso, las incoherencias y arbitrariedades de la democracia representativa implantada en nuestro tiempo, de igual modo que a la permanente búsqueda de argumentos que incidan en el aumento de su calidad y las condiciones de su idoneidad; y todo ello en tanto en cuanto consideramos imprescindible posibilitar y afianzar la existencia de virtudes democráticas de mayor relevancia y fortaleza, así como de superior compromiso y aceptación de responsabilidad que las exigidas por el tipo de democracia que vivimos en la actualidad.

Y en este sentido, en tanto se refiere a las insuficiencias detectadas en el proceso histórico de instauración de la democracia, sí es sustancial la crítica de Isócrates a la Atenas contemporánea -el periodo iniciado con Efialtes y Pericles-, la cual, por otro lado, no llega a revestir la radicalidad y el dramatismo de la llevada a cabo, en la Antigüedad, por Tácito a la Roma del periodo de Galba a Domiciano, en la que en ocasiones "a cambio de actos virtuosos era cierta la muerte"15; o, en el mundo moderno, por Rousseau al Ancien Règime, donde la depravación había adquirido tal exquisita perfección que todo cambio endógeno lo sería, por fuerza, hacia peor. Las reprobaciones de Isócrates a la estructura del gobierno ateniense de su época se refieren tanto al ámbito interno como al externo. En el orden interno, denuncia que se otorguen premios sin merecimiento, que los objetivos sociales de sus ciudadanos se centren en la riqueza y el poder, anteponiendo el beneficio personal al colectivo o enfrentar a ricos y pobres. Asimismo, en el apartado internacional, si no se quería hipotecar a un futuro de decadencia, Isócrates considera indispensable renunciar al imperio, no sólo porque resultaba ineficaz mantenerlo, sino porque era injusto tenerlo. Sólo reconquistando el esplendor antiguo es como Atenas restauraría su pasada hegemonía, esto es, devolviendo al espíritu lo que era suyo es como también obtendría los adecuados beneficios materiales. En consecuencia, sólo volviendo a la originaria constitución sería posible que el espíritu ateniense recuperara su esplendor (ese hito único en la historia humana que hacía de Grecia, acaudillada culturalmente por Atenas, el nombre que designaba no una raza, sino una cultura16). De ahí precisamente el lema con el que sintetiza -de modo tan perentorio como Erasmo el suyo, aunque el ideal cambie- su proyecto: "imitar a nuestros antepasados"17.

Eso significa al menos tres cosas; en primer lugar, que Isócrates considera factible salir a flote pese al estancamiento actual; en segundo lugar, que tiene un punto de partida por el que guiarse que, simultáneamente, es la meta a la que dirigirse; en fin, que ni aun los momentos más negros de la historia de la democracia le han hecho renunciar a la democracia (frente a un Jenofonte, por ejemplo, para quien la monarquía no es sino la obligada consecuencia política de la existencia del hombre excelente)18. En efecto, y en relación con este último aspecto, Isócrates se defiende por adelantado de las posibles filiaciones oligárquicas deducibles de sus discursos. A este respecto recordará su militancia por la paz, y reforzará sus valores con la experiencia acudiendo al veredicto inapelable de los hechos, en virtud de los cuales es en un contexto de paz donde la democracia germina y se fortifica, mientras uno de guerra la debilita y destruye19; o bien procederá, hurgando en el interior de la propia historia ateniense, a la comparación entre el ordenamiento y las obras de la ciudad durante sus periodos democrático y oligárquico, para concluir sin ambages que incluso las "malas democracias causan un menor daño que las oligarquías"20.

¿Cuáles son los rasgos fundamentales de esa constitución antigua por restablecer? El primero de ellos es la igualdad; pero no la mala igualdad, es decir, ese tratamiento aritmético de los individuos que prescinde de sus cualidades subjetivas, y que haciendo así equipara moralmente al bueno y al malo y fija el sorteo -o lo que es lo mismo, el azar- como norma de distribución, usado para sí por los regímenes oligárquicos. Era la igualdad proporcional la sancionada por aquélla, o sea: el metro objetivo de las capacidades y méritos de los individuos como criterio de acceso a los cargos públicos. Y era el pueblo en su mayoría quien usaba dicho metro y quien, además, completaba su obra controlando la actividad de sus elegidos, elogiando al que ha sabido desempeñar rectamente sus tareas y castigando al que no. No es exactamente la democracia de Pericles, pero al menos en la letra -en el espíritu la distancia es, sin duda, mayor- no son tan grandes las diferencias como por lo general se ha señalado, pues el insigne estratego ateniense preconizaba igualmente tanto el mérito como escala de acceso a los cargos unipersonales, como la función electiva y controladora del pueblo -con su consiguiente acumulación de funciones-21. Desde luego, la formulación periclea prescinde por entero de las cortapisas sociológicas interpuestas por Isócrates al funcionamiento pleno de la democracia, al hacer coincidir a los mejores con quienes tienen "tiempo y medios suficientes"22, pero tampoco en ella el pueblo es el soberano, sino que lo son las leyes, que no son obra suya, sino de legisladores anteriores (es la democracia radical del siglo IV, según nos recuerda Aristóteles, tan criticada por Isócrates como por el propio Estagirita, y precisamente por ello, la que sí cambia de soberano al transferir el cetro de la ley a la voluntad colectiva que la hace), y que aquél acata tan voluntariamente como el de Isócrates las suyas, divinas y humanas a la par23.

El segundo rasgo definitorio, tras el del establecimiento de la igualdad proporcional, que lleva apareada la función delegada del pueblo, del ordenamiento antiguo querido por Isócrates es la continuidad orgánica entre los diversos sistemas de valores de la sociedad, el político, el moral y el religioso. El orden político se amparaba y lubricaba en la piedad religiosa, por completo exente de la pompa y la fatuidad presentes, y más vuelta hacia las prácticas menos ruidosas del mantenimiento de las costumbres y tradiciones de la ciudad. Era la lealtad a la obra de los padres fundadores el primordial cometido religioso de los atenienses -par a la religio romana-, y los dones de los dioses puntualmente refrendaban la sinceridad de sus intenciones y el fervor de sus ritos. También la solidaridad dominante en la vida privada influía en el funcionamiento sin estridencias de la maquinaria pública. Pobres y ricos no se miraban entre sí como dos categorías enfrentadas por intereses y valores opuestos, sino que se veían como partes complementarias de una misma vida común, la de la polis, en la que los primeros no necesitaban recabar la ayuda de los segundos porque éstos, desde su casi innata benevolencia, ya se la dispendiaban de por sí, compungidos como estaban esos pobres ricos por la posible herida que la miseria pudiera abrir en el corazón de sus fieles. Lo idílico del cuadro se completaba tanto con la asignación de los pobres a la agricultura y al comercio, como con la diferente distribución -acorde a su situación y a sus capacidades- de las tareas sociales y políticas a cada uno.

El tercer rasgo de la constitución invocada es la existencia de un órgano encargado de velar por la permanencia de la continuidad normativa recién indicada. El Areópago, en efecto, tutelaba el "orden civil y moral". En él se daban cita hombres de noble origen con noble espíritu, cuyas vidas constituían dechados de sabiduría y virtud, enteramente consagrados a preservar la vigencia de las costumbres a fin de evitar la proliferación de leyes, signo éste siempre de mutaciones adversas al orden; a controlar la moralidad de los hombres públicos; a vigilar que la juventud fuera sana y eficazmente educada para evitar su caída en la inmoderación y el vicio; a trasvasar a los pobres parte de la riqueza de los acaudalados, a recuperar a los ancianos para la vida social, así como a usar la fuerza contra quienes se resistieran a la actuación de tales tareas24.

Por otra parte, y desde un punto de vista político, su resolución está muy por debajo del nivel de las circunstancias históricas del momento. Si Herodoto aún creía posible la unidad helena25, aunque ya había entrevisto el resquebrajarse de la unidad orgánica de las polis26, con Tucídides el doble proceso de ruptura se pone claramente de manifiesto. Los intereses de las polis en sus relaciones mutuas, hablando en términos generales, chocaban entre sí tanto como los de las clases particulares en cada una de ellas; ambos fenómenos presentan elementos coincidentes que se refuerzan en sus efectos, pero la disolución de la unidad orgánica de la polis, inmanente a su desarrollo, y la paulatina pérdida de independencia de cada una de ellas hasta su definitiva absorción imperial, con la quiebra teórica y práctica de la referencia ideológica a la unidad cultural de la Hélade como punto más vistoso de la misma, no pueden ser considerados como meros aspectos singulares y complementarios de un único proceso histórico. Antes de ser fagocitadas por el imperio macedón y luego por el romano, Jenofonte ya había mostrado con meridiana claridad que la lucha por la hegemonía era el precio a pagar por conservar la autonomía, el carácter determinantemente político de aquélla, que era un precio al alcance sólo de muy pocas, así como el corto vuelo final alcanzable en semejantes luchas. Por eso, cuando en su discurso Filipo Isócrates apostrofa al padre de Alejandro como benefactor de los griegos y le exhorta a dominar en su nombre sobre los bárbaros, el canto del cisne del helenismo ideológico no puede acallar la ingenuidad con que, anticipadamente, se está nombrando la soga en la casa del ahorcado27.

Tampoco la historia, como la libertad o la razón, sale demasiado bien parada en la propuesta isocrática. Lo que vemos con claridad es que un hecho histórico, como lo es la obra de Solón y Clístenes, se transmuta en ente metahistórico. Desde ese momento ya es obra de la razón -o de la divinidad-, pero no de la historia, es decir, del hombre. La ampliación de la libertad obtenida con la acción de ambos legisladores es declarada sin más perfecta. El paso del tiempo la eleva a tradición, y la tradición se convierte en norma. Ha habido cambios, sin duda, cambios que han sacado a la sociedad ateniense de su tempus nuclear; cambios que no garantizan hoy los efectos de ayer, que no tienen dirección establecida, y que por lo mismo pueden conducir al abismo. Se trata, pues, de volver a cambiar hacia la única meta posible, la historia originaria, la única en garantizar que ya no habrá más cambios, la profana eternidad del ideal vuelto de nuevo realidad. Con ello, decimos, no sólo se niega el carácter acumulativo de la razón, que el pensamiento adquiera nuevos grados de perfección con la acción y que ésta, consiguientemente, se vuelva más racional, así como la libertad para ir descubriendo nuevos objetos en ese ámbito, sino también la propia historia como el escenario vital del hombre. Y ello por no hablar de otras contradicciones internas del discurso, pues, por ejemplo, si la constitución postulada como perfecta se caracterizó, nos dice Isócrates, por hacer "mejores y más sabios a todos los ciudadanos"28, entonces no es posible explicar cómo dieron los primeros pasos hacia la corrupción y cómo no advirtieron adónde aquéllos les llevaban. Análogamente, se muestra inadecuado para emitir un diagnóstico susceptible de captar la novedad histórica de la situación presente, o de pensar en el futuro de un modo que no sea el de la vuelta al pasado29.

Ser epígono de un periodo que definitivamente está feneciendo tiene el riesgo de caer en la ahistoricidad, tanto por empecinarse en editar creencias -recuperar la unidad de la Hélade y restablecer la unidad orgánica de las polis- cuyas defunciones llevaban ya largo tiempo certificadas por los hechos, como por la obstinación en constitucionalizar al enemigo causante de todos los males, el persa, declarado por Isócrates "enemigo natural y hereditario" de los atenienses, por la sencilla razón que lo era ya de "nuestros antepasados"30. Desgraciadamente, ya no era suficiente con instituir un enemigo imaginario para mantener identidades ya desaparecidas.

Tocqueville: el antiguo régimen y la revolución

Mientras que para la tradición antigua el fundamento para una forma de gobierno está cimentado en la tripartición aristotélica, la concepción moderna hace hincapié en el soporte del poder social. De este modo, si para Platón la democracia expresaba el gobierno de muchos31, para Aristóteles se relacionaba con una forma degenerada de la politeia, donde los pobres gobiernan en su propio interés32. Sin embargo, para la tradición posterior la democracia se vincula al gobierno ejercido por el pueblo (los ciudadanos) y cuyo principio ordenador es la regla de la mayoría.

En este sentido, Tocqueville aún pertenecía a la "vieja escuela", y, como para sus contemporáneos, la democracia aún le remitía al autogobierno de los ciudadanos ejercido en forma directa, a imagen y semejanza del ágora ateniense. Con todo, y a pesar de la fuerte influencia que ejerció el modelo griego en los revolucionarios franceses del siglo XVIII, la forma de Estado democrática, si exceptuamos a los jacobinos como Robespierre o Saint-Just, estaba ya algo devaluada, más aún si lo que se esperaba de ella era el control decisional del poder ejecutivo. Seguramente por eso, y porque muchos revolucionarios de 1789 eran más rousseaunianos de lo que se atrevían a admitir y creían que la democracia estaba más cerca de los ángeles que de esta tierra, en la época de Tocqueville el eje del debate político en torno a la teoría y configuración histórica de la democracia pasaba, paradójicamente, por la cuestión de la república.

Sin embargo, en términos de su ejercicio, salvo Spinoza33, la mayor parte de los contractualistas no consideraban que la democracia fuese la forma de Estado más efectiva. Montesquieu compartía con el Rousseau de El Contrato Social su desconfianza respecto de las repúblicas democráticas por ser demasiado exigentes en sus requisitos, además de ser incompatibles con la geografía y costumbres de los Estados modernos34.

La solución posible era la representación, salvo para Rousseau, que se oponía terminantemente, argumentando que la soberanía era el ejercicio de la voluntad general, y que, en tanto únicamente el poder podía transmitirse mas no la voluntad, la soberanía no era susceptible de ser enajenada y, por ende, tampoco la voluntad general podía ser representada más que por ella misma35.

En este contexto, y como consecuencia de lo expuesto, la teoría desarrollada por Locke tras el tumultuoso siglo de las guerras civiles inglesas, era retomada por los republicanos norteamericanos y franceses como principio organizador del gobierno en el mundo no menos turbulento de las sociedades posrevolucionarias de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX36.

¿Cómo se ubica Tocqueville en este debate teórico?37. La experiencia americana le descubre a Tocqueville la democracia como un nuevo estado social. La democracia es, para Tocqueville, el principio que permite comprender a la nueva sociedad, una nueva forma de vida que da sentido al poder social. Así, el hecho generador de igualdad de condiciones articulado con la máxima de la soberanía popular dio como particular resultado en los Estados Unidos a una democracia viable y pacífica, alejada cada día más del espectro de la revolución: "La democracia constituye el estado social, el dogma de la soberanía del pueblo, el derecho político. Estas dos cosas no son análogas. La democracia es una manera de ser de la sociedad. La soberanía del pueblo es una forma de gobierno […] Soberanía del pueblo y democracia son dos palabras perfectamente correlativas; una presenta la idea teórica, la otra su realización práctica"38.

Pero, al contrario de los Estados Unidos, en Francia, donde la centralización había desplazado a los poderes comunales y el avance del estado centralizador había roto con la sociabilidad y autonomía de los individuos y las clases, el resultado no fue una federación republicana y democrática, sino un ciclo intermitente entre monarquías, repúblicas e inclusive imperios, órdenes antiguos restaurados y revoluciones.

Con todo, si La Democracia en América, aparecido en 1835, es el comienzo de su autoeducación política y su experiencia política entre 1848-1849, que probablemente acabó en desencanto, en 1856 (tres años antes de su muerte) Tocqueville, como epígono que también fue en un periodo periclitado, publica El Antiguo Régimen y la Revolución, donde destaca la continuidad que existe entre el Ancien Règime y los acontecimientos de 1789, lo que cuestiona, de manera implícita, el mito de la revolución. Esta aportación novedosa convierte a este texto, desde mi punto de vista, en el testamento político de Tocqueville. Lo analizaré a continuación.

En el "Prólogo" del libro citado el autor sostiene que: "para comprender bien la Revolución y su obra, es preciso olvidar por un momento la Francia en que vivimos e ir a interrogar en su tumba a la Francia que dejó de existir"39.

Desde mi punto de vista, este texto se centra en tres aspectos fundamentales: en primer lugar, por qué la revolución, siendo un proceso que de un modo u otro maduraba en toda Europa, sólo estalló en Francia; en segundo lugar, al estudiar el Antiguo Régimen y las causas de su ocaso, Tocqueville nunca pierde de vista el presente, que no le gusta demasiado ("no sólo he querido ver ante qué mal sucumbió el enfermo, sino también cómo habría podido evitar su muerte")40; y en tercer lugar, la revolución fue amamantada y posibilitada por el régimen anterior ("el Antiguo Régimen proporcionó a la Revolución muchas de sus formas; ésta no hizo sino agregar la atrocidad de su genio")41.

A lo largo del libro Tocqueville mantiene la tesis de que, desde el punto de vista histórico, la Revolución francesa no supuso una ruptura tan sustancial ni fue un suceso tan regenerador como se quiso dar a entender en su momento o se puso de manifiesto por los distintos actores de la época, y "por radical que haya sido la Revolución, innovó mucho menos de lo que en general se supone […] fue necesaria una terrible convulsión para destruir y extraer de una vez del cuerpo social una parte adherida a todos sus órganos. Esto hizo que la Revolución aparentara ser todavía más grande de lo que era; parecía destruirlo todo, pues lo que destruía interesaba a todo y en cierto modo, se incorporaba a todo"42.

De este modo, Tocqueville, sin ningún tipo de cortapisa, señala la intrínseca continuidad entre el Antiguo Régimen y la Revolución, manifestando que "la Revolución fue cualquier cosa menos un acontecimiento fortuito. Cierto es que tomó al mundo desprevenido, pero sin embargo sólo fue el complemento de un trabajo más prolongado, la terminación repentina y violenta de una obra a la que se habían dedicado diez generaciones de hombres"43, para a renglón seguido indicar que "de no haberse producido, igual se habría derrumbado por doquiera el viejo edificio social, aquí más pronto, allá más tarde; sólo que habría ido cayendo paulatinamente, en vez de derrumbarse de pronto"44.

Con un gran clarividencia, además, Tocqueville, insiste en que resulta sorprendente que lo que hoy es tan fácil de discernir permaneciera en aquel momento tan velado a los ojos de la época, con lo que sustrae a la revolución de cualquier manifestación épica o previamente planificada: "mediante un esfuerzo convulsivo y doloroso, sin transición, sin precaución y sin miramientos, la Revolución concluyó de manera repentina lo que a la larga habría acabado poco a poco. Ésa fue su obra45".

En cuanto a las causas que allanaron el camino a la revolución, Tocqueville destaca tres: la centralización, el desmembramiento de las élites tradicionales y la falta de coherencia en la acción del Estado.

En cuanto al proceso de centralización administrativa, Tocqueville lo considera el nexo fundamental y necesario que conectó el Antiguo Régimen con el estallido revolucionario: "si la centralización no pereció en la Revolución, fue porque ella misma era comienzo y signo de esa Revolución"46.

Paralelamente, al contrario del proceder de la británica, la aristocracia del Antiguo Régimen en Francia abandonó sus responsabilidades, se hizo complaciente y permisiva, y perdió de vista la crucial importancia de las teorías abstractas en materia política. Es más, tales doctrinas eran vistas por la aristocracia como "juegos muy ingeniosos del espíritu: con gusto participaba en ellos por pasatiempo y gozaba tranquilamente de sus inmunidades y de sus privilegios, disertando con serenidad sobre lo absurdo de todas las costumbres establecidas"47. En este sentido, Tocqueville manifiesta su asombro ante la ceguera con que las clases altas del Antiguo Régimen contribuyeron a su propia ruina, y atribuye el fenómeno, al menos en parte, a la ausencia de instituciones libres, realidad ésta que produjo una especie de paralización de los espíritus en el seno de las élites tradicionales, incapacitándolas para percibir adecuadamente hasta qué punto el mundo en que vivían se estaba transformando con respecto al que conocieron sus antepasados.>

Frente a la inoperancia con la que actuó en Francia, una aristocracia con conciencia de clase debe servir, en opinión de Tocqueville, como factor de equilibrio entre el soberano y la mayoría de sus súbditos, y le corresponde no solamente encargarse de los asuntos públicos, sino también orientar la opinión. Una aristocracia lúcida y coherente "señala el tono a los escritores y da autoridad a las ideas"48. Su responsabilidad también le exige comprender el movimiento general de la sociedad, y evaluar lo que ocurre en el espíritu de la gente, en modo de "prever lo que habrá de resultar"49.

Además, criticando la socorrida idea de que la necesidad produce la revolución, Tocqueville, con especial lucidez, enfatiza el fenómeno de que la prosperidad no produce necesariamente la serenidad en el ánimo de la gente; al contrario: "A medida que se desarrollaba en Francia la prosperidad […] los espíritus parecen sin embargo más inestables e inquietos; se exacerba el descontento público; va en aumento el odio contra la totalidad de las instituciones antiguas. La nación se encamina visiblemente hacia una revolución"50. Es más -continúa Tocqueville-, "las partes de Francia que habrán de ser el foco de esa revolución son precisamente aquéllas en que el progreso es más evidente […] ahí la libertad y la fortuna de los campesinos se hallaban mejor garantizados que en cualquier otro país de elección"51.

Asimismo, en lo referente al impacto que produjo en Francia el descrédito de las creencias religiosas, Tocqueville considera que fue un fenómeno que "predispuso a los hombres... a llegar a extremos tan singulares", empujándoles por el precipicio del radicalismo hasta el ejercicio sistemático del terror como arma política. Así, el vacío dejado por la irreligión fue llenado por ideas y sentimientos de índole salvacionista y mesiánica, una especie de "religión nueva", un cierto tipo de cristianismo comprometido que "los apartaba del egoísmo individual, los impelía al heroísmo y al sacrificio, y con frecuencia los hacía insensibles a todos esos bienes mezquinos que se apoderan de nosotros"52.

Asimismo, Tocqueville muestra verdadero espanto ante los rasgos del nuevo tipo de hombre surgido de la Revolución: el ideólogo extremista hermanado a la utopía y a las teorías abstractas en materia política. Estos "hombres nuevos" de la historia, los intelectuales e ideólogos que asumieron la conducción del proceso, eran por completo ajenos al sentido de los límites que resulta del apego al significado de los hábitos y costumbres, maduradas a través del tiempo. La actitud de tales "salvadores de la humanidad" con respecto al pasado era como mínimo de desdén y menosprecio, si no lo era de brutal repudio: "Viviendo tan alejados de la práctica, ninguna experiencia venía a moderar su natural ardor; nada les advertía de los obstáculos que los hechos existentes podían producir incluso a las reformas más deseables; no tenían la menor idea de los peligros que siempre acompañan aun a las revoluciones más necesarias"53.

La observación de Tocqueville acerca de los "hombres nuevos" desbordados por la pasión y conducida por un propósito escatológico, así como la desorientación de los espíritus en medio del torbellino, es refrendada por Furet54 cuando hace referencia a las consecuencias no-intencionales de la acción política, y haciendo particular alusión a los procesos y líderes revolucionarios que pretenden alcanzar un paraíso en la tierra, y reiteradamente sucumben a la tentación de la violencia, destino del que desde luego no escapó la Revolución francesa, muchos de cuyos dirigentes acabaron en la guillotina o como eventuales aliados del despotismo. En este sentido, Tocqueville no deja de mostrar en su obra lo que significaron los Robespierre, los Saint-Just, los Danton y Marat como portavoces de un mesianismo secular que tanta proyección tendría en los siguientes dos siglos -y tantas calamidades desataría-, seducidos e imbuidos como estaban por la utopía y el ansia de rescatar a la humanidad entera en aras de una liberación plena y perenne.

Por último, Tocqueville argumenta que a mediados del siglo XVIII la opinión pública francesa se hallaba en un estado de relativa calma, y luego de tanto tiempo sin conocer la libertad la mayoría "había perdido el amor por ella y hasta la idea de la misma"55. En tales circunstancias, si hubiese entonces existido al frente del Estado un príncipe ilustrado, "no dudo de que habría consumado en la sociedad y en el gobierno varios de los más grandes cambios que efectuó la Revolución, no sólo sin perder su corona sino acrecentando mucho su poder"56.

Así y todo -señala Tocqueville- "se asegura que Machault, uno de los ministros más hábiles que tuvo Luis XV, entrevió esta idea y se la comunicó a su Majestad; pero estas empresas no son para aconsejarse; sólo las puede realizar quienes han sido capaces de concebirlas"57. La oportunidad se había perdido y el tiempo avanzaba inexorablemente: "Veinte años después la situación ya no era igual […] la imagen de la libertad política se había presentado al espíritu de los franceses y cada día les parecía más interesante […] Las provincias empiezan a concebir el deseo de administrarse de nuevo por sí mismas […] La idea de que el pueblo entero tiene derecho de participar en su gobierno penetra en los espíritus y se adueña de ellos […] Pienso -sentencia Tocqueville- que a partir de aquel momento era inevitable esa Revolución radical, que habría de confundir en un mismo montón de ruinas tanto lo peor como lo mejor del Antiguo Régimen"58.

Y, en paralelo, las élites permanecen ciegas -como Tocqueville reiteradamente denuncia- y, además, empiezan a mostrar condescendencia y aparente compasión frente a las clases menos pudientes. Con ello, "quienes más debían temer su cólera (la del oprimido) conversaban en voz alta y frente a él de las crueles injusticias de que siempre había sido víctima; se mostraban unos a otros los espantosos vicios que encerraban las instituciones que más lo agobiaban, y empleaban su retórica para describir sus miserias y su mal remunerado trabajo: así lo colmaban de furor cuando trataban de socorrerlo […] Todo ello equivalía a enardecer a cada hombre en particular con la relación de sus miserias, a mostrarle los culpables, a enardecerlo ante la vista de su reducido número y a penetrar hasta lo más recóndito de su corazón para despertar ahí la codicia, la envidia y el odio"59. Esta nefasta actitud por parte de las élites, dice Tocqueville, se agudizó a medida que se acercaba el estallido de 1789.

Otra solución hubiese sido posible, pero no hubo inteligencia política. Aunque sea para aprender de los errores, Tocqueville insiste en que el manejo de las reformas es un reto complejo que exige sutileza, y que requiere, por encima de todo, sentido de la oportunidad. "Sólo un gran genio puede salvar a un príncipe que se propone aliviar el agobio de sus súbditos tras una larga opresión"60. En estas páginas Tocqueville se expresa en un estilo similar al de Maquiavelo en El príncipe, formulando sugerencias a un soberano imaginario desde la perspectiva de la sabiduría que concede el estudio cuidadoso de la historia. La cuestión es saber gestionar la situación, porque "no siempre sobreviene la revolución cuando se va de mal en peor. La mayoría de la veces ocurre que un pueblo que había soportado sin quejarse, y como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las repudia con violencia cuando se aligera su carga […] El mal que se sufría con paciencia, como algo inevitable, se antoja insoportable en cuanto se concibe la idea de sustraerse a él. Los abusos que se van eliminado parecen descubrir mejor los que quedan y hacen el sentimiento más insufrible; el mal ha disminuido, es cierto, pero la sensibilidad está más viva"61. Así -concluye Tocqueville-, "el feudalismo en su pleno apogeo no había inspirado a los franceses tanto odio como en el momento en que iba a desaparecer. Las más leves arbitrariedades de Luis XVI parecían más difíciles de soportar que todo el despotismo de Luis XIV"62.

Estos hechos, según Tocqueville, fueron los principales elementos que provocaron que el deseo de libertad, que impulsó a la Revolución en sus albores, se truncara y desembocara en un nuevo despotismo, cuyas condiciones sociales, empero, ya habían sido engendradas por el Antiguo Régimen. En este sentido, la lectura de El Antiguo Régimen y la Revolución sugiere que su autor fue motivado a escribirla a raíz del profundo rechazo que las secuelas del torbellino revolucionario produjeron en él, además de por el intenso y didáctico interés en conocer y entender cuáles fueron los motivos que hicieron posible el cataclismo histórico que supuso la puesta en marcha del proceso revolucionario, donde las intenciones inicialmente nobles e idealistas de los protagonistas que lo promovieron terminaron distorsionadas en un sistema de opresión y despotismo. De este modo, el propósito de cortar de raíz con el pasado menospreciando y rechazando el peso de la tradición, así como la voluntad mesiánica dirigida por una ideología escatológica, llevan a Tocqueville a detectar, en los mismos comienzos del proceso, el germen del que brotarán tanto la dictadura popular como la tiranía personalista.

Considero que el postrero servicio del Tocqueville epígono fue el más grande, ya que con este libro nos ofrece, además de un canto a la libertad, un antídoto para estar vigilantes ante cualquier brote de totalitarismo, que, no lo olvidemos, siempre será bienintencionado.

Citas de pie de página

1. Para conocer más sobre este periodo y este ideal, aconsejo vivamente la lectura del brillante artículo de Antonio Hermosa Andújar, "Pericles y el ideal de la democracia ateniense", Res publica, Murcia, nº 5, 2000, pp. 45-72.

2.Por ejemplo, Locke, en carta del 17 de octubre de 1690, escribe a Edward Clarke: "el celo y la prestancia de vosotros hace innecesario para nosotros, los que no tenemos ocupaciones, que tan siquiera pensemos en lo público", como les sucede a los que se dedican a sus negocios, quienes "piensan que es superfluo e impertinente mezclarse en ellos o darse de cabezazos sobre esos mismos asuntos". Citado por John Dunn: "La libertad como valor político sustantivo" [en Castro Leyva (ed.), El liberalismo como problema. Monte ávila, Caracas, 1991, p. 42].

3.Finley, M. I. (1986). El nacimiento de la política. Barcelona, Crítica, p. 113.

4.Castoriadis, C (1966). "El imaginario político griego y romano". En El avance de la insignificancia, Buenos Aires, Eudeba, pp. 199-200.

5.Op. Cit., p. 200.

6.Op. Cit

7.Castoriadis, C: "El imaginario político griego y romano" […], pp. 202-203.

8.Op. Cit, pp. 204-205

9.Op. Cit., pp. 205, 208 y 210.

10.He parafraseado casi literalmente a Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso, V, par. 105).

11.Además del texto de F. Quesada, para enmarcar este periodo histórico y abordar el alcance del referido discurso fúnebre vuelvo a aconsejar la lectura del texto de A. Hermosa señalado en la nota 1 de este artículo.

12.Sobre la paz, pars. 63-64

13.Isócrates, Areopagítico, pars. 80-83.

14.Op. Cit.

15. Tácito, Historias I-2.

16.Isócrates, Panegírico, par. 50.

17.Isócrates, Areopagítico, par. 84.

18.Jenofonte, Ciropedia, VIII.

19.Isócrates, Sobre la paz, par. 51.

20.Isócrates, Areopagítico, par. 70.

21.Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, II, par. 37.

22.Isócrates, Areopagítico, par. 26.

23.Isócrates, Panatenaico, par. 124.

24.Isócrates, cf. del resumen de sus competencias en Areopagítico, par. 55.

25.Herodoto, Historias, VII-8.

26.Op. Cit, V-70.

27.Isócrates, Filipo, par. 154.

28.Isócrates, Areopagítico, par. 20.

29.Para una profundización en las ideas políticas de Isócrates, cf. Bearzot, C. (1980), Isocrate e il problema della democracia, "Aevum", 54, pp. 113-131; Bringman, K.(1965) , Studien zu den politischen Ideen des Isokrates, Göttingen; Campbell, B. (1984), Thought and Political Action in Athenian Tradition, "History of Political Thought", 5, pp. 17-59; Cloché, P. (1963), Isocrate et son temps, Paris; Davidson, J. (1990), Isocrates against Imperialism: an Analysis of the 'De Pace', "Historia", 39, pp. 20-36; Labriola, I. (1978), Terminologia politica isocratea, I: Oligarchia, aristocrazia, democrazia, "Quaderni di Storia", 4, n. 7, pp. 147-168; Mathieu, G. (1925), Les idées politiques d'Isocrate, Paris; y Mario Vegetti (1981), Los orígenes de la racionalidad científica, Barcelona.

30.Isócrates, Panegírico, par. 184 y 157.

31.Político, 302c.

32.Política, 1279a - 1279b.

33.Spinoza (1986), Tratado teológico-político. Madrid, Alianza, p. 339.

34. Montesquieu, L'Esprit des lois, Paris, Gallimard, 1995, VIII, XVI, p. 276; III, III, p. 117.

35. Rousseau, J.-J. (1964), Du Contrat Social, Paris, Gallimard, II, I, p. 191.

36. Por ejemplo: Sièyes, E. (1822), Qu'est-ce que le Tiers Etat précédé de l'Essai sur les privilèges, Paris, Alexandre Correard, Libraire; Constant, B. (1997), Écrits politiques, Paris, Gallimard; o Hamilton, A., Madison, J., Jay, J.(1994): El Federalista, México, FCE, IX y X, 32-41.

37.Para realizar este apartado he consultado, con fecha de 15/05/2013, las siguientes páginas web: http://anibalromero.net/Tocqueville.y.la.revolucion.pdf

http://www.ub.edu/astrolabio/Articulos3/ARTICULORodriguez.pdf

38. "Manuscrito de Yale", citados por J.C. Lamberti, (1986) Tocqueville et les Deux Démocraties, Paris, PUF, pp. 30 y 33.

39.Tocqueville, A. de, (1996) El Antiguo Régimen y la Revolución, México, FCE, p. 75.

40.Op. Cit, p. 79.

41.Op. Cit, p. 271.

42.Op. Cit, p. 105.

43.Op. Cit.

44.Op. Cit.

45.Op. Cit.

46.Op. Cit, p. 145.

47.Op. Cit, p. 225.

46.Op. Cit.

47.Op. Cit, p. 227.

48. Op. Cit.

49. Op. Cit, p. 227.

50.Op. Cit, p. 255.

51.Op. Cit.

52.Op. Cit, p. 231, y pp. 237-238.

53.Op. Cit, p. 223.

54. Furet, F. (1978), Penser la Révolution française, Paris: Gallimard, p. 250.

55.El Antiguo Régimen…, cit., p. 245.

56.Op. Cit.

57.Op. Cit, p. 245-246.

58.Op. Cit, p. 246-247.

59.Op. Cit, p. 260 y p. 265.

60.Op. Cit. P. 256.

61.Op. Cit, p. 256.

62.Op. Cit, pp. 256-257.


Referencias

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