EL ETHOS DE LA SEPARACIÓN Y LA MORALIDAD ADVERBIAL EN MICHAEL OAKESHOTT
The Ethos of Separation and Adverbial Morality in Michael Oakeshott
Juan Antonio González de Requena Farré*
Universidad Austral de Chile
*Docente de la Escuela de Psicología de la Universidad Austral de Chile, Sede Puerto Montt. Doctor en Filosofía (en el Programa de Doctorado "Metafísica: cuestiones de estructura, historia y crítica"), por la Universidad Complutense de Madrid. Sus campos de investigación: Filosofía política, Retórica. Ha publicado recientemente : 2010: "Para una reconstrucción genealógica y epistemológica del concepto de metacognición". Santiago de Chile, Revista de Psicología de la Universidad de Chile, vol. XIX, n°1; 2010: "Gemeinschaft, communitas y otras comunidades". Santiago de Chile, Revista Pléyade (CAIP), n° 6, CAIP; 2011: "El trabajo de la teoría crítica y la alienación de la alienación". Temuco, Revista Educación y humanidades (Universidad de la Frontera), vol 1, n° 2; 2011: "La comunidad del "pueblo": una tragicomedia hegeliana". Cali, Colombia, Revista Praxis Filosófica, n° 32.
Dirección electrónica: jagref8@gmail.com
Recibido: agosto 17 de 2012 aprobado: febrero 14 de 2013
RESUMEN
En este artículo se explora la respuesta filosófica de Michael Oakeshott a la fragmentación de los modos de experiencia en la modernidad y a la pluralidad idiomática que presupone la moderna moralidad de la individualidad. Más allá de la consagración postmoderna de la diferencia y de la nostalgia de las cosmovisiones jerárquicas pre-modernas, Oakeshott ofrece una reconstrucción filosófica específicamente moderna de una moralidad reflexiva y autónoma, sustentada en el reconocimiento de las consideraciones prácticas incorporadas en nuestros idiomas tradicionales de comportamiento. Se trata de una moralidad adverbial que nos invita a ejercer un pensamiento adverbial sobre las condiciones contingentes de nuestra actividad y nuestra comprensión.
Palabras clave: modos de experiencia, pluralismo epistemológico, filosofía, racionalismo moral, moralidad de la individualidad.
ABSTRACT
This article explores Michael Oakeshott's philosophical response to the fragmentation of our modes of experience in modernity and to the idiomatic pluralism which modern conversation of mankind presupposes. Beyond the postmodern consecration of difference and beyond the nostalgia for pre-modern hierarchical worldviews, Oakeshott offers a philosophical reconstruction of a specifically modern and self-reflective morality, based on the recognition of the practical considerations embedded in our traditional languages of conduct and moral associations. It is an adverbial morality which invites us to practice an adverbial thinking about the contingent conditions of our activity and our understanding.
Keywords: modes of experience, epistemological pluralism, philosophy, moral rationalism, morality of individuality.
El pensamiento de Michael Oakeshott está suscitando un creciente interés en el medio filosófico iberoamericano, como lo atestigua la progresiva traducción de sus obras, aunque sea con un notable retraso. Sin embargo, el principal ámbito de recepción de la obra de Oakeshott ha sido básicamente la teoría política, y aún permanece en la sombra la contribución de Oakeshott al pensamiento filosófico contemporáneo, pese a la nutrida discusión de su filosofía en el medio anglosajón; de hecho, sus escritos filosóficos claves siguen sin traducción al castellano (del mismo modo que la bibliografía fundamental sobre Oakeshott). De ahí que pretendamos rescatar al filósofo Oakeshott, a través de una veta crucial de su pensamiento filosófico; concretamente, haciéndonos cargo de su aporte a la auto-comprensión filosófica de la moralidad de las modernas sociedades democrático-liberales. Y es que Oakeshott lleva a cabo una reconstrucción filosófica del ethos moderno que es capaz de dar cuenta del principal problema que enfrenta la compleja sociedad contemporánea, a saber, la fragmentación cultural, la individualización de nuestras formas de vida y el aumento de la contingencia. Lo que viene a continuación es un recorrido parcial por la filosofía de Oakeshott: no nos centramos tanto en la concepción de la filosofía en Oakeshott, cuanto en su ejercicio de la filosofía, al dar cuenta filosóficamente de las condiciones de la comprensión teórica de la actividad humana. Partimos, pues, desde el muy vigente planteamiento en Oakeshott de la escisión de la experiencia moderna y del rol que le queda cumplir a la filosofía en ese puzle, para intentar llevar a cabo una reconstrucción lo más sistemática y coherente posible del sutil tratamiento de la práctica moral en la obra de Oakeshott. Pretendemos poner de manifiesto el nexo interno que existe entre la asunción de la separación de los modos de experiencia y, por otra parte, la moralidad adverbial característica de la moral de la individualidad moderna.
1. El problema de la fragmentación y el arte de la separación
Sin duda, la fragmentación constituye un problema primordial en la auto-comprensión de la forma de vida moderna, y frecuentemente ha introducido un marcado malestar cultural en la modernidad. A comienzos del Siglo XX, este problema de la fragmentación cultural parece haber estado en el centro de las preocupaciones filosóficas de la época, si consideramos lo relevantes que fueron en dicho periodo tanto la discusión sobre la relación entre los distintos universos simbólicos y formas de conocimiento de la ciencia, la historia, el arte y la religión, como el debate sobre el lugar que la filosofía puede cumplir entre esa pluralidad de ámbitos de experiencia. Semejante problemática resultaba decisiva en la filosofía continental, y particularmente en los ambientes neokantianos, como lo evidencia la colosal Filosofía de las Formas Simbólicas, que Ernst Cassirer comenzó a publicar en 1923. Como sintetizaría más tarde el autor1, en cada uno de los ámbitos de actividad humana se hace presente un marco productivo que permite la comprensión e interpretación, la articulación y organización de la experiencia, desde los presupuestos y formas simbólicas específicas del mito, el lenguaje, la religión, la historia y la ciencia. En la perspectiva neokantiana de Cassirer, entre estas formas simbólicas constructivas existe tal heterogeneidad y discontinuidad, que no se puede suponer una unidad sustancial. En ese sentido, –para Cassirer– la filosofía tiene como desafío encontrar una cierta unidad que no puede ser sustancial o simple, dados los diferentes principios y direcciones que rigen en cada una de las esferas simbólicas. La tarea de una filosofía de la cultura consistiría, pues, en hallar cierta unidad funcional, una unidad dialéctica que, a través de las contradicciones entre las distintos principios constructivos, hace posible reconocer en cada forma de experiencia un ámbito de autoconciencia y de auto-emancipación del espíritu humano2.
La discusión en torno a la fragmentación de las formas de conocimiento tampoco estuvo ausente en el medio filosófico anglosajón, sobre todo en el círculo de los idealistas británicos y desde una perspectiva neo-hegeliana. Un ejemplo señero de este interés por la elucidación del rol de la filosofía entre las formas específicas de conocimiento se halla en la obra de Robin George Collingwood de 1924, Speculum Mentis or The Map of Knowledge. Collingwood reconoce en la especialización del conocimiento un problema específicamente moderno, el cual no se habría presentado en la cultura medieval, que entretejía el conocimiento religioso, el filosófico, el científico y el artístico, así como los órdenes institucionales, en una totalidad armónica que impregnaba espiritualmente cada esfera de actividad humana. Según Collingwood, el escenario espiritual de la modernidad adquiere un cariz inconsistente en la medida en que sobra la oferta de conocimientos altamente especializados, pero faltan los públicos que demanden un conocimiento tan especializado como esotérico3. En la perspectiva de Collingwood, las esferas de conocimiento se han escindido hasta tal punto en la modernidad, y se han vuelto tan autorreferentes, que pierden todo nexo de sentido con el mundo de la vida; finalmente, los modos de conocimiento hechos por y para especialistas, ni siquiera le suministran sentido al especialista. Ante semejante error de distanciamiento y especialización, Collingwood se propuso reconstruir cierta cartografía del conocimiento que permitiese superar la especialización abstracta y aunar los modos de conocer (el religioso, el artístico, el histórico, el científico y el filosófico) en torno a la vida completa e indivisa del espíritu absoluto y a la totalidad concreta de una experiencia integral. Más que un simple mapa de las formas de conocimiento, Speculum Mentis esboza el despliegue jerárquico de las formas de experiencia, hasta alcanzar la figura que más se acerca a la autoconcepción de lo absoluto, es decir, la filosofía. Desde ese punto de vista, –según Collingwood– resultaría imposible trazar una cartografía definitiva de las formas de conocimiento, pues aquello que las unifica no es sino el desarrollo infinito de la autoconciencia espiritual, sin que exista otro mapa que el reconocimiento especulativo del espíritu en el espejo de su propia vida absoluta4.
También en el ambiente del idealismo británico de comienzos del Siglo XX, y como una contribución al esclarecimiento del lugar de la filosofía entre los diversos modos de experiencia, Oakeshott publica en 1933 Experience and its Modes. En esta obra, Oakeshott asume una perspectiva decididamente neo-hegeliana sobre el carácter de la experiencia presupuesta en todo modo de conocimiento: la experiencia no es un repertorio de datos externos e inmediatos, sino un universo de ideas auto-concebidas en el juicio de lo experimentado; se trata de la totalidad concreta de aquello cuya realidad se afirma y el todo coherente en el que se sostiene cualquier pretensión de validez. Aunque indivisible y absoluta, semejante experiencia integral está sujeta –según Oakeshott– a detenciones (arrests) o modificaciones que introducen puntos de vista abstractos y mundos homogéneos de ideas abstractas con presupuestos excluyentes: los modos de experiencia de la ciencia, de la práctica y de la historia5. Estos tres modos de experiencia no agotan todas las formas de detención abstracta, pero –para Oakeshott– serían las preponderantes en nuestra cultura. Por su parte, la filosofía no sería un modo de experiencia como tal, sino la superación de las perspectivas abstractas, unilaterales y deficientes que la ciencia, la práctica y la historia introducen, en la medida en que consideran la experiencia desde la perspectiva exclusiva de la cantidad, de la voluntad o del pasado, respectivamente. Y es que la filosofía contempla la experiencia desde el punto de vista integral de la totalidad concreta y la coherencia absoluta; supera lo unilateral de los presupuestos de la ciencia, la práctica o la historia, aunque no puede reemplazarlas. En suma, para Oakeshott, la filosofía no es un modo de experiencia más, ni tampoco una síntesis, un árbitro o una autoconciencia reflexiva de los otros modos de experiencia. En se sentido, cualquier intento de entender un modo de experiencia desde otro (por ejemplo, una historia o una práctica científicas, o una historia o una filosofía prácticas), o de detener la experiencia filosófica, al encerrarla en la indeterminación abstracta de algún planteamiento pseudo-filosófico (como los de la ética, la teología o la psicología), introduce una inviable confusión categorial y una lamentable falacia de irrelevancia6.
Como se puede apreciar, la perspectiva de Oakeshott ante la fragmentación del conocimiento se entiende mejor sobre el trasfondo de la discusión contemporánea acerca de la relación entre la filosofía y las otras formas de experiencia. Como Efraim Podoksik plantea, Oakeshott recupera algunos aspectos de la posición neokantiana referente a la autonomía de los presupuestos de las distintas formas de experiencia, aunque recurre a la terminología neo-hegeliana de un idealismo de la experiencia absoluta7. Del mismo modo que los neokantianos, en su revuelta contra la pretensión de erigir un sistema filosófico unificado, postulaban la autonomía e irreductibilidad de las formas de conocimiento, Oakeshott introduce un marcado "pluralismo epistemológico"8, en virtud del cual los modos de experiencia son categorialmente distintos y no interfieren entre sí. También podríamos decir que Oakeshott comparte el énfasis neokantiano en la imposibilidad de un sistema filosófico que unifique sustancialmente los diversos mundos del conocimiento, aunque sea por razones diferentes. Y es que –según Oakeshott– la filosofía no constituye una modificación de la experiencia adicional, otro tipo de detención abstracta en la experiencia, ni tampoco un conjunto que incluya todas las ideas abstractas de los diversos modos de experiencia; simplemente, se trata de la experiencia absoluta misma, la totalidad concreta y coherente de la experiencia que ha superado la abstracción unilateral de los modos científico, histórico y práctico. En todo caso, esa superación no consistiría –como el planteamiento neokantiano de Cassirer sugiere– en una progresiva autoconciencia reflexiva y en una constante emancipación a través de las diferentes esferas simbólicas. No en vano, para Oakeshott la superación filosófica de la abstracción de los modos de la experiencia no pasa por un desdoblamiento reflexivo ni por una armonización de los modos contradictorios de experiencia, sino simplemente por hacer explícito lo que ya estaba ahí, la coherencia de la experiencia en su totalidad concreta, sin poder reemplazarla; además, para Oakeshott, la teorización filosófica no tiene rendimientos prácticos relativos a una vida emancipada, ya que no anticipa un saber cada vez más pleno sino que sólo hace la experiencia efectiva de la coherencia de la totalidad concreta y actual9.
Por otra parte, podemos reconocer –siguiendo a Podoksik10 y a Paul Franco11– que la deuda de Oakeshott hacia la visión neo-hegeliana expresada por Collingwood en Speculum Mentis es muy evidente, aunque finalmente se traduce en volver contra Collingwood las implicaciones de un idealismo de la experiencia absoluta. En efecto, tanto Collingwood como Oakeshott le hacen frente a la fragmentación del conocimiento desde la perspectiva de una experiencia absoluta. Pero, mientras que Collingwood establece que la separación de los ámbitos de conocimiento resulta insostenible, Oakeshott defiende el pluralismo de los modos de experiencia y sostiene que cada modo de experiencia, aunque abstracto e incompleto, tiene su propia homogeneidad y es irrelevante para los demás. Además, Collingwood introduce la idea de que existe una jerarquía de las formas de conocimiento en virtud de su mayor o menor proximidad con la experiencia de lo absoluto, de manera que el espíritu va transitando a través de las formas del arte, la religión, la ciencia, la historia, y supera sus insuficiencias hasta lograr la perspectiva más cercana a la de una experiencia absoluta, o sea la filosofía. Oakeshott, por el contrario, considera que no es posible jerarquizar los modos de experiencia en la medida en que cada uno de ellos tiene su propia homogeneidad y suficiencia condicional, que no pueden ser reemplazadas por la filosofía12; además, Oakeshott descarta que la filosofía, la experiencia coherente de la totalidad concreta, constituya un modo de experiencia más, que se pueda situar entre las detenciones abstractas de la experiencia de la ciencia, el arte o la práctica.
La problemática de la fragmentación del conocimiento no constituye únicamente un episodio de la historia intelectual de comienzos del Siglo XX, pues atraviesa algunas de las principales discusiones contemporáneas en torno a la auto-comprensión del tiempo presente. Como plantea Podoksik13, las distintas maneras de interpretar nuestro tiempo actual giran en torno a cierta perspectiva de la problemática de la fragmentación, ya sea desde el júbilo posmoderno por el desgaste de todo guión totalizador, ya sea desde la nostalgia por la unidad orgánica de las visiones jerárquicas pre-modernas, o bien desde la apuesta por explorar la apertura de una modernidad inconclusa. En efecto, las interpretaciones posmodernas de nuestra época insisten en la multiplicación de los juegos de lenguaje y, por ende, de los lazos sociales, sin que se pueda disponer de alguna de las metanarraciones modernas del progreso en la emancipación o en la autoconciencia espiritual.14 O saludan la proliferación de las perspectivas interpretativas a raíz de la irrupción de voces locales en un mundo histórico descentrado, tan mediatizado como post-colonial, que consuma irónicamente el final de la filosofía metafísica15. O bien señalan la inconmensurabilidad e intraducibilidad de los léxicos privados de autodescubrimiento y de los léxicos públicos de justificación política, de manera que no habría lugar para una filosofía metafísica.16
Por su parte, las interpretaciones marcadas por el malestar hacia la cultura contemporánea y por la nostalgia de las cosmovisiones pre-modernas, idealizan la visión jerárquica de las sociedades tradicionales, en que los grados del ser y de la perfección se englobaban y subordinaban orgánicamente, y le contraponen una visión moderna marcada por la separación de los ámbitos de la estética, la ciencia y la moral, en que predomina la atomización, el individualismo y el conflicto de las perspectivas y voluntades.17 O se lamentan por la fragmentación moderna al asociarla al desencantamiento del mundo, a la erosión de las tradiciones de sentido compartidas y a la falta de articulación de nuestros léxicos comunes; todo ello, en el contexto de la primacía de la razón instrumental, del ensimismamiento individualista y de las nuevas formas de dependencia vinculadas a la burocratización y al despotismo tutelar18. O bien denuncian la fragmentación como expresión de un nihilismo multiforme que arrasa con todos los valores primordiales y con todo trasfondo de sentido compartido, de manera que sólo cabría frenar el desastre mediante alguna recuperación de la sabiduría antigua, del sentido de trascendencia y de los ideales supremos19.
Por último, aquellas interpretaciones comprometidas con la modernidad –como la de Jürgen Habermas– asumen la separación del arte, la ciencia y el ámbito práctico-moral, en tanto que formas culturales especializadas que hacen inviable una totalización filosófica del saber. Desde ese punto de vista pro-modernista, Habermas consideraría preciso atribuirle un nuevo rol a la filosofía como mediación y reconstrucción racional de las condiciones discursivas de la racionalidad que sostienen nuestras pretensiones de validez cognitiva, estética y práctica; y es que estaría en juego cierta racionalización de las esferas socio-culturales, una consumación de la inacabada modernidad como algo más que una mera colonización mercantil y burocrática del mundo de vida20. Otros defensores de la forma de vida democrática moderna reconocen que la separación de la esfera teológica y del ámbito político, así como la fragmentación de la ley, del poder y del saber –que ya no se dejan concentrar en un único lugar en la forma de vida moderna–, son precisamente la condición de posibilidad de la revolución democrática moderna, ese tipo de régimen que se legitima en la indeterminación, en la desincorporación de lo social y en la institucionalización del conflicto21. Incluso se ha podido afirmar que la democracia liberal moderna se sostiene precisamente en cierto "arte de la separación" que permite especificar dominios de libertad y principios de distribución justa, en la medida en que se establecen limitaciones y garantías contra la intromisión entre los círculos o esferas distributivas de la Iglesia, el Estado, el mercado, la sociedad civil, la familia, la vida pública y la vida privada22.
Como bien ha señalado Podoksik23, la posición de Oakeshott ante la problemática de la fragmentación moderna no lo convierte en un proto-posmodernista, aunque su pluralismo epistemológico, su visión hermenéutica de los asuntos humanos como interpretaciones desde una comprensión previa, así como su consagración de la multiplicidad de voces en la conversación humana, se traduzcan en una crítica del fundacionalismo, del racionalismo, del cientificismo y del historicismo24. Si bien este "idealismo escéptico"25 nos aleja de las pretensiones de fundamentación filosófica y epistemológica que caracterizaron a la Ilustración moderna, existe en Oakeshott una preocupación por concebir las condiciones específicas de validez que rigen en cada modo abstracto de experiencia, así como cabe reconocer en sus planteamientos una marcada resistencia filosófica a la confusión categorial y a la intromisión irrelevante de los géneros, muy alejada del relativismo y de la parodia posmodernos. Pero Oakeshott tampoco es un conservador tradicionalista que idealice las concepciones de la vida buena sustantivamente compartidas en la sociedad pre-moderna, y anhele un retorno a algún tipo de comunidad orgánica sostenida en las tradiciones vinculantes. Y es que, aunque Oakeshott haya entendido cabalmente la relevancia hermenéutica de las tradiciones como sugerencias flexibles que guían nuestras interpretaciones, también reconoce el escenario específicamente moderno marcado por la escisión de los modos de experiencia, por la pluralidad de las esferas, por la multiplicación de las voces y por la preeminencia de la moral centrada en el auto-descubrimiento y la auto-escenificación individuales. Así, pues, Oakeshott defiende las realizaciones de la modernidad, y valora su pluralismo constitutivo, resultante de la fragmentación y la individualización de la forma de vida moderna, por más que reconozca que esta situación moderna constituye únicamente una contingencia histórica y no un estado de cosas que se pueda fundamentar y justificar desde una sistematización filosófica26. En ese sentido, Oakeshott parece apostar por ese ethos de la separación que insinúa las rutas contingentes y delimita las plataformas condicionales de la democracia liberal moderna, sin recurso posible a una concepción sustantiva comprehensiva de la vida buena, a alguna jerarquización de los modos de experiencia, o a alguna sistematización de nuestros trayectos interpretativos.
2. La crítica de la moralidad abstracta
Ciertamente, el pluralismo epistemológico de Oakeshott va ligado a cierto ethos de la separación, pero en ningún caso se traduce en una consagración de la moralidad como vía regia para eludir los atolladeros de la fragmentación moderna de los modos de experiencia. En ese sentido, Oakeshott se distancia de algunas orientaciones filosóficas contemporáneas que buscan, en alguna filosofía moral (ya sea en la filosofía de los valores, en la metafísica del Otro o, incluso, en la filosofía práctica), algún tipo de filosofía primera, alternativa al predominio de la epistemología racionalista en el pensar filosófico moderno. Al fin y al cabo, Oakeshott está tan empeñado en liberar a la filosofía de las peligrosas confusiones categoriales asociadas al cientificismo o al historicismo (en la medida en que éstos consagran el modo de experiencia de la ciencia o de la historia como claves de una comprensión filosófica plena), como pretende desmarcarse de las formas de irrelevancia asociadas al pragmatismo o al moralismo, que detienen la experiencia filosófica íntegra y reducen los diversos modos de la experiencia, en términos del valor práctico y de la conveniencia para la vida27. No en vano, el tipo de reflexión preocupado de la experiencia práctica y que pretende guiar una vida examinada no tiene mayor relación con la búsqueda de la filosofía, que la reflexión de las condiciones de la comprensión científica o histórica, y, por lo demás, la práctica no debe pretender imponerse a los otros modos de experiencia, pues nos llevaría a la confusión e irrelevancia28.
Así, pues, Oakeshott no escribe sobre la moralidad como un moralista que haya de dictarle a las prácticas humanas con qué valores comprometerse, qué propósitos perseguir y qué deberes asumir. Sólo se preocupa de la moralidad como un teórico que analiza filosóficamente y define conceptualmente las prácticas, para explicitar la comprensión que ya tenemos de ellas; en ningún caso, la comprensión teórica puede reemplazar las prácticas por su entendimiento abstracto, ni puede encaminar prescriptivamente la actividad humana, dictándole vanamente al mundo cómo debe ser29. Oakeshott parece compartir, pues, la crítica hegeliana de la moralidad abstracta como un momento unilateral y contradictorio en la experiencia que ha de ser superado, pero sin que ello implique la consagración de alguna forma de eticidad sustantiva en que se concrete el propósito compartido de una comunidad histórica.
La necesidad de superar el punto de vista abstracto del modo de experiencia práctico, y de la evaluación moral que se le asocia, aparecen con claridad en Experience and its Modes. Oakeshott concibe las condiciones de la moral en relación con el modo de experiencia de la práctica, ese mundo de experiencia en que está en juego el logro de lo que resulta satisfactorio en la experiencia, desde el punto de vista de la voluntad y de la transformación de lo existente30. Los presupuestos de la experiencia se asocian, pues, a la disminución inteligente de la discrepancia entre lo que hay ahora y lo que aún está por venir, lo que es y lo que debe ser, el mundo de los hechos y el mundo de los valores. En ese sentido, el mundo de las valoraciones constituye un aspecto de ese modo de experiencia particularmente desdoblado y contradictorio que es la práctica, siempre escindido entre aquello que es y aquello que debería ser. Las obligaciones morales que se desprenden de esos estados futuros aparentemente más coherentes no consiguen resolver la contradicción, ni proporcionan una reconciliación para las tensiones y escisiones de las variables prácticas humanas; según Oakeshott, esta experiencia más íntegra y coherente sólo la logra la religión, aunque también ella permanece sujeta a la inestabilidad de las prácticas humanas, a la experiencia escindida y a la detención abstracta de la experiencia. En ese sentido, el modo práctico –y la experiencia moral que involucra– es más y es menos en comparación con los modos de experiencia de la ciencia o de la historia: es menos homogéneo, al resultar inherentemente incoherente por la discrepancia insuperable entre lo que es y lo que debe ser, los hechos y los valores; pero es más básico y omnipresente que la ciencia o la historia, pues constituye el presupuesto de toda actividad, incluida la comprensión histórica o científica, y ya que no se puede vivir sin formular juicios prácticos. En suma, es un modo de experiencia diferente, pero no superior, pues sigue siendo abstracto y ha de ser superado31.
Por lo demás, resulta significativo que, en Experience and its Modes, Oakeshott aborde el pensamiento ético como el ejemplo más nítido de detención abstracta e indeterminada en la experiencia. Y es que todo modo de experiencia (como la ciencia, la historia o la práctica) constituye una detención abstracta determinada que delimita un mundo homogéneo y auto-contenido de experiencia, bajo presupuestos específicos. Pero Oakeshott también menciona la existencia de modos de experiencia indeterminados, que, aunque eluden la abstracción determinada de los otros modos de experiencia delimitados y se abren a la experiencia concreta de la coherencia plena, no son capaces de reconocer explícitamente su pertenencia a algún mundo y no conciben su abstracción32. Este tipo de detención indeterminada constituye –según Oakeshott– un error filosófico, una experiencia y una idea pseudo-filosóficas, que no logran aquello que resulta plenamente satisfactorio en la experiencia, la experiencia plena y coherente de la totalidad concreta. Precisamente, el pensamiento ético es el caso paradigmático de experiencia pseudo-filosófica y de detención indeterminada: se trata de una modificación "ética" de la experiencia filosófica que no se reconoce como tal, ni conforma un mundo homogéneo de experiencia abstractamente determinada. Y es que la ética concierne al juicio valorativo y considera el mundo de los valores en tanto que tales, e independientemente de la comprensión científica o histórica del valor. Sin embargo, nuestras tradiciones de pensamiento ético no han logrado distinguir la consideración ética de los valores por sí mismos y la experiencia práctica: la historia del pensamiento sobre los juicios de valor parece superponerse a la de la experiencia práctica. Como si la ética hubiera de establecer lo que es intrínsecamente valioso y definir las nociones éticas ("valor", "bien", "deber", etc.), pero, además, tuviera que derivar de ello una experiencia normativa, esto es, prescripciones precisas de lo que debemos hacer en la práctica. El caso es que –según Oakeshott– la comprensión teórica de las condiciones de la ética y, por otra parte, la consideración práctica de la experiencia concreta son excluyentes y conciernen a dos mundos de ideas que no se pueden asimilar sin incurrir en una lamentable confusión categorial y una burda falacia de irrelevancia. Una ética que pretenda seguir abrazando ambas formas de consideración se condenará a ser "un híbrido e inclasificable modo de pensamiento sin asunto legítimo o conclusión válida"33.
El pensamiento ético es, pues, tanto o más inconsistente que una ciencia filosófica o una historia filosófica, las cuales dejarían ipso facto de ser ciencia o historia; el pensamiento ético o la filosofía moral no pueden dejar de ser filosóficos en la medida en que definen explícitamente los conceptos abstractos del mundo práctico en términos de la totalidad coherente de la experiencia concreta, pero tampoco logran superar su vinculación con el mundo limitado de la experiencia práctica y su modo de detención abstracto, ni menos aún consiguen reemplazarlo por un mundo autosuficiente de ideas éticas y conceptos morales. En fin, el pensamiento ético consiste en un modo de experiencia pseudo-filosófico, es decir, una detención en la experiencia que considera el mundo de las ideas filosóficas desde una perspectiva incompleta, abstracta y unilateral, o sea desde el punto de vista de la experiencia práctica34.
3. La disyuntiva moral de la modernidad: racionalismo moral y moralidad del individuo
Cabe preguntarse en qué medida la perspectiva filosófica de Experience and its Modes se mantuvo vigente en los escritos de Oakeshott de postguerra y, particularmente, en la recopilación de ensayos publicados en 1962 bajo el título Rationalism in Politics and Other Essays. Entre quienes defienden la inexistencia de cambios fundamentales en la perspectiva de Oakeshott está Roy Tseng, quien sugiere que existe una profunda continuidad en su idealismo escéptico. Según esta interpretación, Oakeshott no abandonaría la idea de que existen diversos modos de auto-comprensión tan autosuficientes y consistentes, como abstractos e incompletos, ni tampoco renunciaría a la visión no fundacionalista de la filosofía, como pensamiento auto-crítico, auto-limitado y escéptico, responsable de ejercer una crítica disolvente de los modos de experiencia abstractos para hacer posible una comprensión más plena y coherente de la totalidad concreta de la experiencia35. No obstante, el propio Tseng reconoce que existen transformaciones relevantes en el pensamiento de Oakeshott, como la redefinición de "práctica", que dejará de ser entendida en referencia al mundo los valores, y comenzará a concebirse como una tradición de acción o un idioma de actuación36. También Podoksik considera que, en El racionalismo en la política, el término valor desaparece, y se pasa a hablar de un mundo de la moral; ello, en la medida en que Oakeshott asumiría que los valores no conciernen exclusivamente al mundo de la práctica, pues hay voces no-prácticas valiosas37.
Del mismo modo, Paul Franco sostiene que existe cierta continuidad en la obra de postguerra de Oakeshott, toda vez que la crítica del racionalismo (y de su afán por imponer un orden abstracto, construido y rígido) se sustenta en la lógica concreta, en la racionalidad inmanente y en la coherencia inherente a la totalidad de la experiencia postulada en Experience and its Modes. No obstante, Franco también plantea que se produjo un alejamiento de ese "monismo" de Experience and its Modes, en virtud del cual había que medir los modos abstractos de la experiencia con el baremo de esa perspectiva concreta de la filosofía, que sería la única en lograr un mundo experiencia absolutamente coherente38. En El racionalismo en la política, predomina ese pluralismo connotado por la idea de una "conversación" en que ninguna voz puede arrogarse una perspectiva completamente coherente de la experiencia que sirva de parámetro para los diversos modos de experiencia. Así, pues, la filosofía se vería desplazada a un rol más parasitario como reflexión sobre la calidad, estilo y relación de las diferentes voces, sin poder hacer una contribución específica a la conversación humana39. En ese mismo sentido argumenta Nardin cuando sostiene que la comprensión neo-hegeliana del absoluto en Experience and its Modes aún permitía concebir la consumación filosófica de la dialéctica de los modos de experiencia abstractos, pero que, posteriormente Oakeshott se alejaría de esa visión de un absoluto filosófico y negaría que la filosofía pueda distinguirse de las otras clases de conocimiento como la única perspectiva privilegiada capaz de lograr una comprensión plena40.
De ese modo, se pueden reconocer discontinuidades relevantes en el léxico y el estilo intelectual de los escritos de Oakeshott de postguerra. Además de los aspectos ya mencionados, esto es, la redefinición del vocabulario de la práctica y del desplazamiento del lugar de la filosofía, cabe reconocer un marcado giro histórico y hermenéutico. En efecto, los ensayos de El racionalismo en la política y los escritos de ese periodo se caracterizan por un mayor énfasis en la comprensión de las condiciones históricas contingentes que subyacen a las modificaciones de la experiencia humana y, particularmente, a los cambios en la moralidad y en las formas políticas. Asimismo, cobran un protagonismo decisivo las tradiciones históricas que nos suministran las sugerencias circunstanciales y los idiomas comportamentales para conducirnos inteligentemente en los asuntos humanos e interpretarlos. Además, nos encontramos ante una auto-comprensión explícitamente discursiva de los modos de experiencia como idiomas o voces, cuyos presupuestos consisten en una determinada alfabetización bajo una sintaxis y un léxico propio, y cuya relación se concibe como una inagotable conversación.
En fin, a la luz de las múltiples coherencias y rupturas que hemos hallado entre Experience and its Modes y El racionalismo en la política, tal vez la posición más razonable en esta discusión sobre la continuidad o la discontinuidad en la obra de Oakeshott consista en afirmar –con Soininen– que las continuidades coexisten con los cambios significativos, de manera que ni asistimos a una súbita reorientación de la perspectiva filosófica ni se da una intolerable falta de consistencia. Ciertamente encontramos continuidades temáticas, retóricas y estilísticas en Oakeshott, pero no se puede concluir que se mantiene un cierto sistema de filosofía41.
En lo que respecta al asunto que nos atañe, la comprensión de la moralidad en Oakeshott, El racionalismo en la política sigue caracterizando la experiencia práctica en términos de los mundos de experiencia de la voluntad y de la moralidad; sólo que ahora (como puede apreciarse en el ensayo "La voz de la poesía en la conversación de la humanidad") se enfatiza la dimensión imaginativa y discursiva de nuestra actividad práctica, la cual se articula en lenguajes simbólicos y comunica imágenes del placer y del dolor, del deseo y la aversión. Como ocurría en Experience and its Modes, Oakeshott reconoce esa marcada duplicidad de la actividad práctica, que no sólo gira en torno a la voluntad de individuos egoístas que desean su autosatisfacción, sino que también concierne a ese mundo moral de la aprobación y desaprobación por parte de agentes que se reconocen recíprocamente como fines en sí mismos42. Asimismo, en El racionalismo en la política Oakeshott asume que la actividad moral racional está orientada al logro de la coherencia en el comportamiento humano, el cual está concreta e íntegramente involucrado en la búsqueda de la armonía en la experiencia práctica. Pero la plena coherencia ya no se alcanza en el ámbito de la autocerteza intelectual de una experiencia filosófica que se auto-concibe eidéticamente y se sabe a sí misma absolutamente, como una totalidad concreta que supera las detenciones abstractas de los modos de experiencia de la ciencia, la historia o la práctica. En el ensayo "La conducta racional" incluido en El racionalismo en la política, la inteligencia pura o el espíritu incondicionado ya no son el ámbito privilegiado de la coherencia; la autoconciencia propositiva y el juicio moral sólo constituyen el resultado de la reflexión del entramado de las actividades en que ya estamos involucrados. Además, las características de estas actividades se aprenden incorporando las sugerencias de idiomas tradicionales de actividad, al practicar la actividad de acuerdo a los idiomas de comportamiento y los flujos de simpatía encarnados en nuestras tradiciones e instituciones. De ahí que la coherencia radique en esas tradiciones, instituciones e idiomas prácticos que concretan nuestro conocimiento de cómo comportarnos. La actividad moral no conquista su racionalidad en una autoconciencia plena, sino que consiste en una inteligencia apropiadamente involucrada en el quehacer específico; presupone esa coherencia racional de un idioma práctico y apunta a la restitución de esa coherencia tradicional desde una incoherencia actual43.
Ahora bien, una consideración atenta de nuestras tradiciones morales pone de manifiesto –según Oakeshott– que en nuestra cultura se ha extendido cierto racionalismo moral y político, que es el tema del ensayo "El racionalismo en la política". En virtud de este racionalismo moral, los hábitos de comportamiento y los idiomas tradicionales de actividad resultan reemplazados por sistemas rígidos de ideas abstractas y doctrinas perfeccionistas; se oblitera el conocimiento tradicional de la práctica en la medida en que se privilegia la solución técnica de problemas bajo esquemas de control mecanizado, métodos uniformes y guiones ideológicos. Además, esta moralidad racionalista termina concibiéndose como una búsqueda consciente e instrumental de principios morales formulados en doctrinas fijas y de los que se derivan preceptos y reglas enseñables; de ese modo se omite el hecho de que los ideales morales son sólo un sedimento o condensación de las sugerencias y flujos de simpatía encarnados en nuestras tradiciones de comportamiento. Cabe sostener –con Franco– que en esta crítica del racionalismo moral resuena la crítica que Oakeshott realizó de la moralidad abstracta e indeterminada en Experience and its Modes; no en vano, allí ya se había objetado toda pretensión de reemplazar la totalidad concreta de nuestra experiencia por una totalidad insuficiente e inconsistente, por una perspectiva parcial e incompleta de la experiencia ligada a la práctica y que, al mismo tiempo, pretende definir incondicionalmente un mundo de valores y de preceptos44.
Oakeshott retoma esta crítica del racionalismo moral en un ensayo de El racionalismo en la política, "La torre de Babel" (cuyo título connota la autoconciencia moderna de la fragmentación de los lenguajes de la experiencia). Allí, Oakeshott apuesta por un acercamiento filosófico e histórico a las formas de vida moral, que no pretende responder a la interrogante práctica acerca del comportamiento bueno y valioso, ni a la indagación ética de los criterios últimos de la moral; sólo se intentan describir las condiciones formales contingentes que enmarcan nuestra actividad moral pero no la especifican ni la determinan en cada caso. Desde esa perspectiva, Oakeshott distingue dos formas posibles de la moralidad que conjuntamente constituyen la forma de la vida moral en nuestra cultura: la moral del hábito y la moral reflexiva45. La primera forma característica considera la vida moral como un hábito de comportamiento y afecto que corresponde al seguimiento de las sugerencias de un idioma tradicional de actividad, adquirido mediante la práctica usual y mediante la convivencia con quienes cultivan habitualmente ese idioma de actividad. Semejante moralidad del hábito se caracteriza por su flexibilidad, su adaptabilidad a los matices de la situación, así como por un continuo cambio que, no obstante, preserva la coherencia del idioma práctico tradicional. Por otra parte, Oakeshott describe una forma de vida moral centrada en la aplicación reflexiva de criterios morales, ya sea a través de una búsqueda consciente de ideales morales definidos abstractamente y que se anteponen a los hábitos tradicionales de comportamiento, o bien a través de la observancia reflexiva de preceptos morales y la aplicación de reglas abstractas para la resolución de problemas morales, que se consideran independientes de la interpretación de la situación. Esta moralidad de la reflexión es tan abstractamente perfeccionista como rígidamente inflexible. Oakeshott considera que nuestra forma de vida moral efectiva involucra una mezcla de estas formas características de moralidad: no obtiene su coherencia de la unidad abstracta del entendimiento reflexivo, ni deja de lado la tarea de reflexionar críticamente nuestros idiomas de actividad, sino que aúna la confianza en la actividad tradicionalmente acostumbrada con la capacidad de autocorrección de la reflexión crítica. Pero además, en "La torre de Babel", Oakeshott realiza una descripción histórica del modo en que la moralidad tradicional del hábito ha ido dando paso en Occidente a una difusión de cierto racionalismo moral, el cual, a través de la historia del Cristianismo y de la Ilustración moderna, ha consagrado la búsqueda de ideales morales tan conscientes como abstractos, convertidos en un credo perfeccionista inflexible y, finalmente, en libretos ideológicos confrontados y escindidos del tejido de nuestras tradiciones de comportamiento46.
En otros ensayos de El racionalismo en la política y en Morality and Politics in the Modern Europe, Oakeshott propone otra reconstrucción histórica y filosófica de la forma de vida moral moderna. En ambos casos, Oakeshott reconoce la existencia de tres idiomas distintos de comportamiento moral que no difieren tanto en sus doctrinas normativas, cuanto en la interpretación de quiénes somos. La moralidad de los lazos comunales presupone la existencia de una pequeña comunidad local de la que no se es miembro por elección o asociación, sino a la cual se pertenece, tal y como se es parte de una familia. No hay individuos separados; todo autoconocimiento consiste en saberse parte de la comunidad con respecto a la cual existen modelos compartidos y fidelidades personales. En esta moralidad de los lazos comunales, la actividad comprometida se entiende como participación apropiada en el entramado de actividades compartidas, y existen rituales prácticos detallados que enmarcan el quehacer común. Según Oakeshott, de la modificación y superación de la moralidad de los lazos comunales surgió desde la Baja Edad Media un nuevo tipo de moralidad, la moralidad de la individualidad. Como su nombre indica, esta moralidad constituye una moralidad del yo que realiza elecciones por sí, y presupone el reconocimiento de los seres humanos como individuos separados y autónomos, que buscan tanto la autosatisfacción de sus deseos en el juego recíproco de sus intereses, cuanto la autodeterminación y su reconocimiento como fines en sí mismos. Esta moralidad centrada en la auto-elección vincula el comportamiento apropiado a la manifestación de la individualidad independiente, y hace de la moralidad un arte de acomodación mutua y de armonización a través de la simpatía moral. No obstante, –para Oakeshott– las condiciones históricas para realizar el experimento de la auto-elección moral tienen como contrapartida la incapacidad de muchos individuos para auto-determinarse y para responder a la invitación de constituirse como individuos autónomos; sobre todo en virtud de las tendencias a la centralización gubernamental, a la administración burocrática de la vida social y a la irrupción de una auténtica sociedad de masas. En ese contexto, se consolida una moral anti-individualista, una moral del bien común, que consagra el bien social o el bienestar colectivo, por encima de la individualidad, subordinada así al desarrollo de las empresas comunes. Además, –según Oakeshott– semejante moral colectivista aprueba la conducta que promueve alguna condición sustantiva como el bien común o el bien público; ya no se cultiva la autonomía del yo, sino que se persigue la solidaridad, la igualdad y la seguridad. Se trata de una moral tan centrada en lo común como la moral pre-moderna, pero que presupone la separación del individuo moderno, pues consiste en una moral reactiva y anti-individualista47.
En las reconstrucciones filosóficas e históricas de las formas morales que Oakeshott caracteriza, nos encontramos, pues, con dos oposiciones de tipos ideales. Por una parte, se contrapone la moral del hábito y la moral de la reflexión, o lo que es lo mismo, la moralidad de los idiomas tradicionales, frente a los credos dogmáticos y esquemas ideológicos del racionalismo moral impulsado por la Ilustración moderna. Por otra parte, la moral de lo común (ya sea en su forma pre-moderna o en la versión anti-individualista moderna), que consagra las empresas compartidas al servicio de alguna concepción sustantiva del bien común, se contrapone a la moderna moralidad de la auto-elección individual. Oakeshott se muestra particularmente crítico tanto con las implicaciones del racionalismo moral heredado de la Ilustración moderna, como con las formas de moralidad colectivistas de los contemporáneos movimientos de masas. De hecho, hay ecos de la crítica al racionalismo moral en la postura crítica de Oakeshott ante la moralidad colectivista: en ambos casos, la actividad humana se concibe como la prosecución instrumental de una empresa perfeccionista de aseguramiento y control técnico; en ambos casos, la auto-elección se subordina a alguna doctrina ideológica inflexible que gira en torno a ideales morales abstractos y a concepciones sustantivas del bien común48. Así, pues, cuando Oakeshott lleva a cabo la reconstrucción histórica y filosófica de nuestra forma de vida moral, no sólo pretende mostrarnos los riesgos del racionalismo moral y del anti-individualismo de la moralidad de masas; también está en juego la apuesta por escuchar las sugerencias de los idiomas tradicionales de actividad que le han dado forma a nuestra cultura y, en particular, una tradición moral particularmente significativa en el desarrollo de la moralidad moderna: el idioma del individuo separado y de la auto-elección autónoma. En fin, –para Oakeshott– el ethos de la separación autónoma del individuo constituye una tradición y un hábito de comportamiento específicamente moderno, así como brinda un idioma moral sutilmente respetuoso con la calidad poética de la autoinvención práctica en el curso de la actividad humana.
4. La moralidad adverbial
La reconstrucción filosófica más acabada de la moralidad del individuo separado, ese idioma tradicional de comportamiento específicamente moderno, la lleva a cabo Oakeshott en su obra de 1975, On human conduct, y particularmente en el primero de sus ensayos, "On the Theoretical Understanding of Human Conduct". En su reconstrucción teórica del comportamiento humano, Oakeshott profundiza la auto-comprensión hermenéutica del quehacer humano que se venía esbozando en los ensayos de El racionalismo en la política. En ese sentido, se acentúa la auto-comprensión de la actividad humana en términos discursivos, como lenguajes provistos de una sintaxis y un vocabulario que son actualizados y reinventados por los individuos que los emplean49; pero, además, se enfatiza el aspecto de la comprensión que acompaña a todo acontecer y a toda actividad humana, de manera que los modos de experiencia pasan a ser designados como "plataformas de comprensión condicional"50. Pero –como argumenta Podoksik– existe una transformación fundamental en la comprensión de la práctica en On Human Conduct: Oakeshott ya no considera la práctica como un modo de experiencia que delimite un mundo propio, junto a las detenciones abstractas de la ciencia o de la historia; ahora, se presupone una distinción más compleja entre los diferentes niveles de comprensión y las múltiples formas del comportamiento que se despliegan en la esfera del hacer51. En ese sentido, el "comportamiento" reemplaza a la "práctica" de Experience and its Modes; ya no corresponde a un modo de experiencia abstractamente delimitado sino a una multiplicidad de prácticas que pueden entrecruzarse en los comportamientos específicos. De ese modo, el comportamiento, que presupone una multiplicidad de prácticas y agentes, ya no constituye una abstracción homogénea, sino que se distingue del ámbito de la comprensión y de las iniciativas teóricas; la abstracción homogénea se alcanza solamente en un determinado nivel de la comprensión teórica52. Por otra parte, cabe destacar que On Human Conduct designa como "práctica" aquello que antes Oakeshott llamaba "tradición"; de esa manera se remarca la flexibilidad, la pluralidad y la contingencia situacional de las formas humanas de actividad53.
En efecto, Oakeshott considera el comportamiento humano como un compromiso de los agentes en respuesta a una situación comprendida; se trata de una forma de auto-descubrimiento que nos permite escoger un curso de acción en referencia a resultados satisfactorios imaginados y deseados54. Presupone, por tanto, la deliberación prudencial y el sentido de agencia, pero no algún tipo de fin común sustantivo que todo comportamiento hubiera de perseguir o alguna razón universal de toda actuación humana (como la "felicidad" o el "bien"). Según Oakeshott, el comportamiento inteligente tampoco involucra el ensimismamiento egoísta incapaz de comprender la situación que compartimos con otros, los encuentros recíprocos y las conversaciones en que se comunica una comprensión compartida. En suma, la actividad humana plenamente satisfactoria no consiste en alguna condición sustantiva pretendida, sino sólo en que no resulte frustrado el compromiso inteligente del auto-descubrimiento a través del comportamiento55. Por otra parte, el comportamiento inteligente aparece enmarcado por prácticas; se trata de ciertas consideraciones, usos y costumbres que especifican procedimientos convenientes y obligaciones precisas en nuestra actividad. Según Oakeshott una práctica introduce prescripciones condicionales y consideraciones procedimentales específicas en una relación entre agentes, y el comportamiento humano involucra la asociación de agentes que participan comprometidamente en diferentes prácticas56. Las prácticas son reconocidas por los individuos como lenguajes contingentes de auto-descubrimiento; esto es, los agentes comprenden las consideraciones usuales de las prácticas, sin que éstas les dicten rígidamente alguna acción sustantiva particular.
Así pues, –para Oakeshott– las prácticas se asimilan a un idioma de comportamiento constantemente reinventado por quienes lo emplean usualmente; se aprenden discursivamente y se sostienen tanto en lenguajes de auto-descubrimiento que permiten escoger satisfactoriamente, como en lenguajes de auto-escenificación que posibilitan la comprensión de sí mismo en cuanto agente. De ese modo, cabe concebir el comportamiento moral como un tipo de relación entre agentes que involucra el reconocimiento de la autoridad de una práctica de la agencia sin especificación, esto es, de consideraciones generales de la actividad humana. En ese sentido, la moralidad se perfila como "el ars artium del comportamiento; la práctica de todas las prácticas"57. Como plantea Podoksik, Oakeshott plantea la moralidad en términos de prácticas que establecen condiciones a tomar en cuenta en la actividad, como un lenguaje de condiciones del comportamiento humano indiferente a los resultados sustantivos del comportamiento o a alguna concepción sustantiva del bien58. Por supuesto, –para Oakeshott– los lenguajes de trato moral resultan tan flexibles como históricamente contingentes y no aportan un vocabulario fijo de valores, ni un libreto para la resolución de problemas prácticos; se trata de lenguajes coloquiales de conversación moral que puede hablarse bien o mal, con delicadeza o vulgaridad, pero que no determinan un propósito sustantivo. De hecho, aunque introducen normas que especifican obligaciones, las prácticas morales no pierden su aspecto inventivo, su flexibilidad idiomática y su carácter conversable; las normas morales sólo estabilizan formalmente ciertas consideraciones prácticas e introducen pasajes de severidad en la contingencia nuestra actividad59. En suma, Oakeshott concibe discursivamente la moralidad como un idioma vernáculo reinventado por los hablantes en una pluralidad de estilos, y no como un sistema de principios generales o un código normativo fijo; se trata de hablar inteligentemente un lenguaje que hace posible la reflexión y la comunicación, el auto-descubrimiento y la auto-escenificación, y no de discutir valores o de formular juicios relativos a problemas morales60.
Al caracterizar la moralidad en On human conduct, Oakeshott introduce una serie de distinciones filosóficas que enriquecen los tipos históricos de moralidad descritos en ensayos anteriores. Así, por ejemplo, distingue entre la práctica instrumental, que persigue el logro de algún propósito sustantivo o la satisfacción de necesidades propias o ajenas, y, por otra parte, la práctica moral, que no tiene ningún propósito específico ni consiste en alguna empresa colectiva para lograr un objetivo común, sino que sólo establece ciertas consideraciones que los agentes reconocen en su actividad y que autorizan su comportamiento. La práctica moral involucra un arte de la agencia y un lenguaje de auto-descubrimiento, pero no un arte prudencial que simplemente persiga el éxito final de nuestras empresas, la maximización de nuestras ganancias o las consecuencias más convenientes para la satisfacción de nuestras necesidades61. Desde ese punto de vista, un lenguaje moral es un idioma de la corrección y no un lenguaje de la prudencia. No introduce principios o normas instrumentales para el logro de alguna condición sustantiva deseable ni se refiere al éxito en las transacciones referidas a la satisfacción de necesidades; sólo especifica consideraciones que los agentes reconocen en la medida en que articulan su auto-comprensión como agentes involucrados en el auto-descubrimiento práctico y en la auto-escenificación virtuosa62.
Oakeshott introduce otra distinción significativa en relación con la práctica moral: diferencia el auto-descubrimiento (self-disclosure) y la auto-escenificación (self-enactment) como dos aspectos de nuestro comportamiento que incorporan distintas consideraciones y reparos (compunctions) morales. El auto-descubrimiento concierne a la actuación que responde a situaciones contingentes comprendidas para obtener satisfacciones imaginadas y deseadas, siempre al alero de las consideraciones normativas que introducen nuestros idiomas morales. La auto-escenificación se refiere a la manifestación de las motivaciones del agente y a la exhibición de su comprensión de sí mismo a través de sus gestas. El auto-descubrimiento involucra la intención de resultados satisfactorios del comportamiento, y se asocia a consideraciones relativas a la justa distribución de las satisfacciones. La auto-escenificación remite a la motivación tal como se manifiesta en el sentimiento con que se actúa y en la integridad del carácter del agente; está vinculada a consideraciones referentes a la virtud del agente, a lo loable de sus actuaciones y a la honra no expuesta a vergüenza alguna. Estas dos dimensiones de nuestro comportamiento moral introducen una marcada tensión en nuestros idiomas morales, ya que éstos no sólo implican hablar un lenguaje de auto-descubrimiento a través del comportamiento, sino también el virtuosismo en nuestra auto-escenificación63.
Por otra parte, es tal el énfasis de On human conduct en que la moralidad no concierne a propósitos sustantivos o afines universales sustantivos, que podría reconocerse en Oakeshott una distinción filosófica entre la morales sustantivas y cierta moralidad adverbial. Al fin y al cabo, Oakshott caracteriza las prácticas morales no sólo en términos discursivos, como idiomas de auto-descubrimiento y auto-escenificación, sino adverbialmente, esto es, como léxicos que especifican únicamente consideraciones procedimentales contingentes que se han de tomar en cuenta condicional y circunstancialmente al actuar. Y es que, –según Oakeshott– la moralidad no ordena ni prohíbe actuaciones o enunciados sustantivos y determinados; sólo suministra indicaciones y consideraciones adverbiales que nos invitan a obrar "honestamente", justamente", "moralmente", etc., y que sólo restringen adverbialmente el matar "asesinamente", el prender un fuego "indendiariamente", etc. En ese sentido, si las morales sustantivas se caracterizan por especificar algún bien común sustantivo, algún ideal sustantivo de la excelencia humana, o presuponen alguna concepción sustantiva de la vida buena, la moralidad adverbial de Oakeshott se limita a describir adverbialmente –como consideraciones, procedimientos y modos adverbiales– los usos habituales, las convenciones, las normas y las contingencias históricas incorporadas en muestras múltiples prácticas morales64. En ese sentido, se ha señalado que existe una razón adicional para considerar que Oakeshott plantea una moral adverbial, marcadamente condicional, a saber: el carácter tácito e implícito, apenas articulado, de algunas de las circunstancias y afecciones que concurren en la experiencia práctica, sin que puedan fijarse explícitamente como reglas codificadas, prescripciones rígidas o metas sustantivas65.
Por lo demás, en esta versión adverbial de la práctica moral sólo se presuponen cualificaciones adverbiales que se reconocen, pero no prescripciones específicas a obedecer66. De ese modo, el carácter adverbial del comportamiento moral no desvirtúa la libertad inherente a la agencia, sino que la salvaguarda; la moral adverbial se limita a establecer condiciones de asociación específicas y comprendidas entre agentes libres, que se auto-comprenden al reconocer personalmente las diferentes consideraciones involucradas en toda una multiplicidad de prácticas. La asociación moral, en tanto que multiplicidad de prácticas adverbialmente condicionadas, no compone, pues, una sociedad o comunidad vinculada sustantivamente; presupone –según Oakeshott– la existencia de agentes separados que se relacionan libremente entre sí al reconocer las consideraciones adverbiales de las prácticas morales a que adhieren. De ese modo, la moralidad adverbial se sostiene en el ethos de la separación y habla ese idioma moral específicamente moderno que reconoce a la individualidad autónoma como una condición presupuesta en nuestras asociaciones morales67.
5. Una conclusión adverbial
Tal vez toda filosofía consista en un intento de rescatar la filosofía o una filosofía, habitualmente por medio del rescate del filósofo o de un filósofo. En ese sentido, nuestro trabajo sobre Oakeshott no es una excepción. Con Oakeshott, hemos intentado restituir un lugar para la reflexión filosófica en un escenario de marcada fragmentación intelectual, y la tarea no ha sido fácil, pues la misma reflexión teórica de Oakeshott y su pluralismo epistemológico plantean serias dudas tanto a la posibilidad de que la filosofía se arrogue un lugar privilegiado en la conversación de la humanidad, como a la opción de que el filósofo regrese a la caverna para reemplazar nuestra comprensión condicional. De ese modo, hemos tenido que rescatar a Oakeshott de su propio escepticismo filosófico y del rol limitado que le atribuye al filósofo en la comprensión cotidiana del comportamiento. Por supuesto, también ha sido preciso rescatar al filósofo Oakeshott de todos los modos de impugnación pseudo-filosófica del quehacer filosófico, ésos que recurren a la falacia ad hominem y al ataque personal para desvirtuar algún camino del pensar filosófico, tildándolo de políticamente conservador, tradicionalista e, incluso, thatcheriano. Hecho este intento, hemos descubierto en la reflexión teórica de Oakeshott una propuesta filosófica tan coherente como matizada, que suministra una sutil y actual versión hermenéutica de la comprensión del comportamiento humano (sin servirse de los lenguajes manidos y esotéricos del mercado intelectual contemporáneo), así como aporta una notable auto-comprensión reflexiva del ethos de las democracias liberales modernas (sin recurrir a la nostalgia tradicionalista o al utopismo irresponsable).
En Oakeshott, hemos visto esbozarse un pensar adverbial, que reconoce resueltamente la pluralidad condicional de nuestros modos de experiencia, la multiplicidad de las consideraciones prácticas y la diversidad de las voces conversacionales, pero que no consagra el carnaval paródico intelectual ni la confusión categorial generalizada. Se trata de una alternativa notable a las formas de pensar sustantivas, sustancialistas y fundacionalistas, que con tanta frecuencia se han hecho presentes en nuestra historia intelectual, en algunas de nuestras tradiciones de pensamiento y en varios de nuestros idiomas morales y políticos. Semejante pensar adverbial también brinda más posibilidades de auto-comprensión reflexiva de nuestra forma de vida, que un pensamiento adjetivo, esto es, meramente predicativo y, por ende, escindido, limitado, unilateral, subordinado y pseudo-filosófico, como es el caso de la filosofía moral o de ciencias humanas como la psicología o la sociología. Y es que el pensar adverbial tiene el coraje para reconocer el carácter circunstancial, contingente, condicional y procedimental de nuestras prácticas y comprensiones, sin renunciar a la tarea de profundizar decididamente en nuestra auto-comprensión reflexiva y de sostener resueltamente nuestras asociaciones morales y políticas, desde la separación de los modos de experiencia, de las prácticas humanas y de las voces conversacionales. He ahí la invitación que Oakeshott nos extiende.
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