DESACUERDO Y MALENTENDIDO*
Disagreement and Misunderstanding
Julder A. Gómez Posada
Universidad EAFIT - Colombia
jgomezp5@eafit.edu.co
* Este artículo es producto de la investigación "Sobre la posibilidad objetiva de la aplicación de las reglas retóricas a los desacuerdos relativos a la acción social", realizada en el grupo de investigación Estudios sobre Política y Lenguaje de la Escuela de Ciencias y Humanidades de la Universidad Eafit. El artículo ha sido realizado durante el período sabático que la Universidad Eafit me ha concedido en el segundo semestre del año 2011.
Recibido: noviembre 2011 aprobado: abril 2012
RESUMEN
Este artículo hace parte de un proyecto de investigación que, en general, busca determinar si algunos desacuerdos pueden ser comprendidos como un campo de argumentación en el que los disensos no se resuelven a pesar de que no necesariamente hay malentendidos lingüísticos o conceptuales y en virtud de la naturaleza de la constitución de algunos fenómenos sociales humanos. En este artículo se arguye que para comprender en qué sentido hablan de lo mismo dos personas que discrepan, para comprender un sentido en el que el malentendido no sustituye al desacuerdo, para eso, no son suficientes y más bien habría que disolver las siguientes oposiciones: Primero, la oposición entre la interpretación de cada uno y el objeto sobre el cual se ejerce la interpretación; y, segundo, entre la concepción que cada uno defiende y el concepto al que los discrepantes se refieren. Con este fin se disponen dos partes, en la primera se exponen tres explicaciones del desacuerdo que constituyen los antecedentes de esta discusión y en la segunda se expone la cuestión de si los querellantes hablan de lo mismo.
Palabras clave: Desacuerdo, Malentendido, Perelman, Gallie, Ricœur.
ABSTRACT
This article is part of a research project on a particular kind of disagreement. The project seeks to determine whether this kind of disagreement can be understood as a field of argumentation in which disagreements are not resolved even though there are not necessarily linguistic or conceptual misunderstandings and by virtue of the nature of the constitution of some human social phenomena. This article argues that the usual distinction between concepts and conceptions (two people are in a genuine disagreement when they have two conceptions of the same concept) is insufficient to assure that the people speak about the same thing and that, therefore, there is no misunderstanding between them. For this purpose, this article has two parts, the first one provides three explanations for the disagreement that constitutes the background of this discussion, and the second one presents the question whether the people who disagree speak about the same thing and the discussion is genuine.
Key words: Disagreement, Misunderstanding, Perelman, Gallie, Ricoeur.
1. Explicaciones del desacuerd
1.1 Perelman, nociones confusas
Chaïm Perelman se ocupa del desacuerdo en 1945, en De la Justicia (1964a); en 1958, en el Tratado de la argumentación (PERELMAN & OLBRECHTS-TYTECA: 1989); en 1964, en "On Self-Evidence in Metaphysics" (1964b); en 1966, en Disagreement and Rationality (1979: 111-117); en 1977, en The Philosophy of Pluralism and the New Rhetoric (1979: 62-73); y en 1978, en "L'usage et l'abuse des notions confuses" (1978).
Estos trabajos se refieren tanto al modo en que en la filosofía moderna se explica el desacuerdo cuanto al modo en que él mismo propone explicarlo. Comenzando por lo primero, puede encontrarse que, a juicio de Perelman, la modernidad vincula el desacuerdo con la irracionalidad.
Esta concepción del desacuerdo obedece a la estrecha relación existente entre la idea de razón y la idea de verdad. El principio de no contradicción garantiza la unicidad de la verdad, de modo que si dos partes ofrecen diferentes respuestas a una misma cuestión, al menos una de ellas está equivocada (PERELMAN, 1979: 111-112).Perelman encuentra una clara expresión de esta idea en un pasaje escrito por Descartes en las Reglas para la Dirección del Espíritu: "siempre que dos a propósito del mismo asunto llegan a puntos de vista distintos, es cierto que por lo menos uno de ellos se equivoca, e incluso ni siquiera el otro parece poseer la ciencia; pues si la razón de éste fuese cierta y evidente, de tal modo podría proponérsela a aquél que también convenciera finalmente a su entendimiento" (DESCARTES, 2003: 68).La otra opción, que Perelman relaciona con la filosofía de Hume, consiste en sostener no que al menos una de las partes es irracional sino que ambas posiciones son irracionales. El fundamento de esta alternativa es una distinción entre juicios descriptivos y evaluables en términos de verdad o falsedad y juicios evaluadores, normativos, que expresan reacciones subjetivas y emotivas (PERELMAN, 1979: 112). Al concebir estos últimos como reacciones subjetivas se los despoja de una posible justificación racional y se accede a un punto de vista según el cual un desacuerdo entre juicios de este tipo es irracional porque ya antes cada una de las posiciones comprometidas en él era irracional. A juicio de Perelman, a propósito del desacuerdo, la modernidad se encuentra frente al dilema de aceptar que o bien cada cuestión se puede resolver encontrando una respuesta que es objetivamente la mejor, y esa sería la tarea de la razón, o bien la verdad no existe a propósito de los asuntos relativos a la acción porque ésta depende de factores subjetivos (PERELMAN, 1979: 112).
A su vez, aclara Perelman en otro lugar (1964b), esta concepción de la verdad se relaciona con el concepto de evidencia. De una parte, desde el punto de vista de quien conoce, bien en virtud de la bondad divina o bien gracias a la existencia de una facultad natural cuyo normal funcionamiento permite captar la verdad, la transición de lo evidente para cada uno a lo evidente por sí mismo, que es igual para todos, estaría garantizada. Y de otra, desde el punto de vista de lo conocido, el carácter inmediato del objeto dado garantizaría que lo evidente no puede ser errado (PERELMAN, 1964b: 7). Lo inmediato de esta verdad se debe o bien a que el objeto referido por la proposición es un estado de conciencia interior acerca del cual no cabe el error o bien a que hay una relación entre los signos que conforman la proposición tal que ésta tiene que ser verdadera (PERELMAN, 1964b: 7-9).En cualquier caso, dos seres racionales suficientemente informados contestarán del mismo modo las mismas cuestiones, si es que ellas se pueden resolver racionalmente.
Perelman no considera la fuente de Locke pero sus observaciones sobre Descartes y Hume son coherentes con las notas de Mason (MASON, 2008) sobre la explicación del desacuerdo propuesta por el filósofo inglés. También en este caso el desacuerdo delataría una falla en la razón, ya no a causa de la naturaleza misma de la acción o de alguna de las partes del disenso sino a causa de que cada una de ellas usa el mismo término que la otra pero para referirse a una idea distinta. La explicación del desacuerdo a partir del malentendido, en Locke, debe mucho a su teoría del lenguaje: Las palabras se usan para recordar y comunicar nuestros pensamientos. La comunicación funciona correctamente cuando la palabra provoca en el oyente la misma idea que es significada por quien la pronuncia. Ocurre con la mayoría de las palabras morales, por ejemplo, que son de muy difícil comunicación porque son complejas, en dos sentidos. Primero, porque se constituyen a partir de muy diversas ideas simples que la mente recibe de manera pasiva en la experiencia y emplea para diversos fines. Segundo, porque no tienen patrones en la naturaleza que sirvan para rectificar y ajustar su significado (MASON, 2008: p. 73). Una tercera causa del carácter dudoso de la significación de los nombres complejos es que a los niños no se les enseña su significado mostrándoles la cosa que designan sino ofreciéndoles explicaciones o dejando que las infieran. Del mismo modo se explica también la obscuridad de los antiguos autores, no es fácil saber si las ideas provocadas en nosotros son las mismas que tenía en mente quien las profi rió en otras edades y países (LOCKE, 1986: 473-474). Lo que tiene en común esta explicación con las referidas por Perelman es que el desacuerdo se comprende como una falla, esta vez en el proceso de la comunicación.
En contra de la presunción de que esto es así para todos los casos de asuntos sociales humanos, Perelman propone otras explicaciones. En primer lugar, el desacuerdo puede derivarse del hecho de que dos personas o dos comunidades observan normas distintas acerca de una misma cosa (PERELMAN, 1979: 65).En segundo lugar, la razón del desacuerdo puede consistir en que las partes del disenso le dan distintos pesos o niveles de importancia a las mismas razones (PERELMAN, 1979: 114-115). Por último, el desacuerdo puede surgir como producto de que la noción sobre la cual se discute es confusa. En estos casos, quienes discuten comparten una definición formal de una noción pero no comparten los criterios de aplicación de la noción. Así, por ejemplo, es posible que dos personas discutan sobre sí o no algo es justo porque comparten una definición formal de justicia, "un principio de acción de acuerdo con el cual los seres de una misma categoría esencial deben ser tratados del mismo modo" (PERELMAN, 1964a: 28), pero no consiguen ponerse de acuerdo acerca de cuáles son las categorías consideradas esenciales (PERELMAN, 1964a: 39).
Perelman ofrece ocho razones, no excluyentes entre sí, por las cuales una noción puede tornarse confusa. Primera, porque aun si ha sido definida en un sistema formal puede emplearse fuera de él, perdiendo así su univocidad. Segunda, porque habiendo hecho parte de un sistema de razones se integra en una nueva serie de razonamientos. Tercera, porque se hace objeto de múltiples interpretaciones, sobre todo si -esta es la cuarta razón- hace parte de una proposición que por alguna razón no se puede rechazar. Quinta, como consecuencia de que las cosas que mediante ella se refieren cambien notablemente. Sexta, en razón de que se vincule a alguna consecuencia práctica exterior a su significado que, sin embargo, empieza a regular su uso. Séptima, en virtud de su empleo analógico o metafórico. Y octava, por el influjo de la argumentación sobre ella (PERELMAN & OLBRECHTS-TYTECA, 1989: 217-223). Las operaciones argumentativas que pueden contribuir a la confusión de las nociones, por su parte, son de dos clases: la primera de ellas intenta flexibilizar una noción y endurecer otra, esta operación consiste en presentar una noción favorable a la tesis del orador como flexible, rica, plena de posibilidades y, por oposición, presentar la noción vinculada a la tesis de la contraparte como inmutable; la segunda operación consiste en ampliar o restringir la extensión de una noción para que cubra o deje de cubrir un objeto a fin de que la valoración asociada a la noción se aplique o no se aplique al objeto en cuestión (PERELMAN & OLBRECHTS-TYTECA, 1989: 224-227).
Hay diferencias importantes entre las explicaciones modernas del desacuerdo y las propuestas por Perelman. Las explicaciones modernas referidas con antelación o bien suponen que el desacuerdo es un signo del error e intentan explicar cómo se produce o bien suponen que no hay error pero tampoco acierto en la medida en que entiende las posiciones como reacciones subjetivas irracionales. Característicamente, esta manera de concebir el desacuerdo asume que si una discusión puede resolverse debe hacerlo de un modo aceptable para cualquier ser racional, asume que una discusión sólo es genuina si los términos que en ella se emplean son definidos de la misma clara y distinta manera para ambas partes, asume que el desacuerdo es producto de algo que tiene lugar en una o ambas partes de la discusión pero que de ninguna manera arraiga en el objeto de la discusión. Mason designa este tipo de explicaciones con la expresión de concepción del desacuerdo como imperfección -acaso para resaltar que en ellas es dominante la idea de que el desacuerdo muestra que algo ha salido mal- y opone a este tipo de concepción otro que designa como concepción de la polemicidad (MASON, 2008: 2-4). En esta concepción el desacuerdo es producto de que las restricciones racionales del uso de los términos políticos (Mason se ocupa de manera específica de esta clase de desacuerdos) permiten una variedad de distintas aplicaciones suyas. En esta concepción se distingue entre versiones relativamente crudas, como la de Russell (RUSSELL, 1997: 223-244), en las que el desacuerdo reside en última instancia en una diferencia de deseos o actitudes, y versiones más sofisticadas, como la de Connolly (CONNOLLY, 1993: 225-231), en las que el desacuerdo reside en que las fuentes comunes de razones y evidencias son insuficientes para reducir las alternativas a una sola que pueda ser llamada la mejor (MASON, 2008: 10-41). Esta última distinción es importante porque, en rigor, las llamadas versiones crudas recurren al deseo como factor subjetivo e irracional, mientras que las versiones más sofisticadas, como la de Perelman, no excluyen la posibilidad de que el desacuerdo sea racional ni de que ninguna de las partes esté equivocada. Característicamente, concepciones como la suya asumen que el desacuerdo es racional, que la argumentación tiene sentido aun si el acuerdo universal no logra rebasar el ámbito de la pretensión, que los conceptos pueden no ser claros y distintos y que esto es importante para la comprensión del desacuerdo y de las argumentaciones que genera. Nada de esto implica que en ningún caso haya lugar para las demás explicaciones, la tesis es que no siempre tienen que ser aplicables.
1.2 Gallie, conceptos esencialmente polémicos
A pesar de que puede ser adoptada como un marco teórico para el estudio de importantes problemas relativos a conceptos sociales (COLLIER, HIDALGO & MACIUCEANU, 2006: 215), la propuesta de Gallie (GALLIE, 1998) tiene la vocación de una hipótesis explicativa de algunos desacuerdos inevitables. Como Perelman, Gallie, en contra de una práctica habitual desde la modernidad, pretende que hay casos de desacuerdo para los cuales las explicaciones psicológicas no son correctas (GALLIE, 1998: 7-8, 40). Al igual que el filósofo belga, ofrece una hipótesis explicativa que tiene que ver con los conceptos. Él describe estos desacuerdos como casos en los cuales hay grupos de personas que discuten entre sí acerca del uso apropiado de conceptos carentes de una regla de uso aceptable para todos; los describe como casos en los que la conciencia de la multiplicidad de usos y funciones del término en cuestión, conciencia agenciada en los querellantes, no sólo no motiva la disolución de la discusión sino que además no obsta para que las partes involucradas en la disputa sigan reclamando que su uso del término es el apropiado.
Estos desacuerdos no son ni enteramente sustantivos, o sobre las cosas, ni enteramente lingüísticos, o sobre el significado de las palabras (MILLER, 1983: 40-42, 48-49). Si por sustantivos se entienden los desacuerdos en los cuales las partes involucradas comparten enteramente la definición de los términos que aplican y discrepan acerca de si algo reúne o no las características que la definición exige, o si algo es o no tan valioso como algo más, etc., entonces, los desacuerdos conceptuales que Gallie pretende explicar no son sustantivos, pues en ellos las partes pueden no estar de acuerdo en alguna definición del término que aplican. Del mismo modo, si por lingüísticos se entienden los desacuerdos en los cuales las partes involucradas asienten a una misma descripción de todos los elementos pertinentes para la discusión pero discrepan acerca del significado de una palabra, entonces, los desacuerdos conceptuales que Gallie pretende explicar no son lingüísticos porque en ellos los querellantes no aceptan la misma descripción de todos los elementos relevantes para la disputa.
Gallie define los conceptos que generan esta clase de desacuerdos, a los cuales llama conceptos esencialmente impugnados o polémicos, mediante las siguientes condiciones: (I) deben ser conceptos evaluadores en el sentido que significan o acreditan algún tipo de logro valorado. (II) Este logro debe tener un carácter internamente complejo, su valor le debe ser atribuido como un todo. (III) En consecuencia, cualquier explicación de este valor debe incluir referencias a las respectivas contribuciones de sus diversos aspectos o partes. (IV) El logro acreditado debe ser de un tipo que admita una modificación considerable a la luz de las circunstancias cambiantes. Y (V) para que el concepto cuente como esencialmente polémico cada uno de los usuarios del concepto debe reconocer que su propio uso es impugnado por otros usuarios y debe tener por lo menos alguna apreciación de los diferentes criterios a la luz de los cuales los otros grupos afirman que están aplicando el concepto en cuestión (GALLIE, 1998: 10-12).
A estas cinco condiciones hay que añadir otras dos para justificar la continuación del uso de un concepto esencialmente polémico, es decir, para establecer que los querellantes discuten acerca del mismo concepto, para explicar que los usuarios del concepto insistan en continuar utilizándolo, en lugar de distinguir un concepto distinto para cada uno de los usos rivales. Esas dos condiciones son: (VI) los usos rivales del concepto deben haberse derivado de un proceso de imitación y adaptación de un mismo modelo, abierto, complejo y diversamente descriptible, que tanto puede tener la forma de un prototipo como de una tradición, cuya autoridad reconocen por igual todas las partes comprometidas en la disputa. Y (VII) debe ser verosímil que el logro valorado por el modelo representado no llegaría hasta el óptimo permitido por las circunstancias reales de no ser por la competencia continua entre quienes pretenden que su propia interpretación del modelo es la mejor (GALLIE, 1998: 16-20).
Cada una de estas siete condiciones ha sido valorada e interpretada de diferentes modos a lo largo de la discusión de la tesis de Gallie (COLLIER, HIDALGO & MACIUCEANU, 2006: 216-222)y, con frecuencia, la tesis ha sido concebida haciendo énfasis en algunas condiciones más que en otras. Gray asume como tenor principal de la propuesta de Gallie una idea consistente en que la mayor fuente de controversias conceptuales reside en que hay conceptos cuyos criterios de uso incorporan estándares normativos, es decir, en la interpretación de Gray, un concepto es esencialmente polémico si los usos rivales del concepto invocan un trasfondo normativo o una serie de juicios de valor (GRAY, 1978: 392). Grafstein le concede mayor importancia al carácter internamente complejo y múltiplemente descriptible de los conceptos esencialmente polémicos; a su juicio, la polemicidad conceptual se deriva de que los logros acreditados por los conceptos esencialmente polémicos se pueden describir de distintos modos (GRAFSTEIN, 1988: 24). MacIntyre encuentra en el carácter abierto, histórico, de los conceptos esencialmente polémicos la razón de ser de la imposibilidad de clausurar las disputas en torno a ellos (MACINTYRE, 1973: 3-5). En cambio, ninguno de los estudiosos de la tesis de Gallie hace énfasis especial ni en el carácter reconocido de la disputa, ni en la derivación de los usos conceptuales a partir de un modelo, ni en la especial relación entre la continuidad de la discusión y la optimización del logro acreditado por los conceptos que lo refieren.
Muchos, entre quienes estudian el tema, están de acuerdo en que es necesario distinguir, por un lado, el concepto acerca del cual se discute y, por el otro, las concepciones que se enfrentan en la discusión. La necesidad de la distinción radica en que sin ella la discusión parecería espuria toda vez que faltaría una garantía de que quienes discuten hablan acerca de lo mismo (GRAY, 1978: 391). Se trata, pues, de una distinción que cumple la misma función que las condiciones VI y VII de Gallie. Por eso, entre las distintas formas que puede adoptar esta distinción, una consiste en separar el ejemplar prototípico al cual se le aplica el concepto, de un lado, y las interpretaciones de lo que ese ejemplar representa, de otro lado -en esta manera de trazar la distinción se discrimina, entre, por ejemplo, la referencia a la vida de Cristo y la interpretación del mensaje de su vida, para el caso del concepto esencialmente polémico de "vida cristiana"- (GALLI, 1998: 21-22). Pero, otra manera de entender la distinción es distinguir entre una caracterización esquemática del concepto y una especificación del rango de aplicación de las variables -en este caso se distingue, por ejemplo, entre el concepto esquemático de justicia "X es libre respecto a Y de hacer (no hacer, llegar a hacer o no llegar a hacer) Z", de un lado, y las varias especificaciones posibles del rango de aplicación de las variables X, Y y Z- (SWANTON, 1985: 812). Una tercera manera de hacer la distinción consiste en abstraer, en calidad de concepto, un contenido común a las versiones rivales para oponerlo a ellas, en calidad de concepciones -así se distingue, por ejemplo, entre el contenido común a las diferentes versiones de la justicia, según Rawls el papel desempeñado por la determinación de las reglas para la asignación de derechos y obligaciones básicas, y las concepciones mismas de estas reglas- (SWANTON, 1985: 812). La distinción, sin embargo, sobre todo en la forma adoptada por la primera y la tercera versión, no ha estado exenta de críticas y reformulaciones (GRAY, 1983), (LAKOFF, 2008).
1.3 Ricœur, múltiples sentidos
Ricœur ofrece una respuesta a la pregunta por la razón de ser del desacuerdo en la medida en que ésta coincide con la razón por la cual hay diversas interpretaciones del significado de una obra o de un texto. Una obra del discurso escrito es motivo de interpretaciones en pugna porque su comprensión se realiza sobre la base de juicios no apremiantes acerca de la relación entre las partes del texto y acerca de su pertenencia a un género de obras (RICŒUR, 2002: 184-185). Esta explicación es paradigmática para las ciencias humanas en la medida en que las acciones, los acontecimientos históricos y los fenómenos sociales pueden ser considerados como textos (RICŒUR, 2002: 187-189). La explicación procede, pues, de manera analógica, parte del discurso y culmina en la acción.
Ricœur concibe el discurso como una realización del lenguaje caracterizada por cuatro rasgos: 1) El discurso se realiza en el tiempo, 2) el discurso es expresado por alguien, 3) el discurso trata de algo, se refiere a algo, 4) el discurso tiene un interlocutor, es discurso destinado a alguien (RICŒUR, 2002: 97-98).
Los rasgos del discurso adquieren formas distintas en el discurso oral y en el discurso escrito (RICŒUR, 2002: 129-131, 170-175), (1) Aunque al discurso le es esencial que el reconocimiento de su contenido -proposicional, ilocutivo y perlocutivo- sea iterable tanto si se realiza como discurso oral cuanto si se realiza como discurso escrito, la fijación del discurso por la escritura le confiere una permanencia temporal de la que carece en su forma hablada. (2) A pesar de que, como el discurso oral, el discurso escrito siempre es producido por alguien, la comprensión del significado del escrito no es equivalente a la comprensión de la intención psicológica de quien lo produce, mientras que sí lo es la comprensión del significado del discurso oral. (3) Sin negar que hay referencia por igual en el discurso hablado y en el discurso escrito, Ricœur reconoce que la presencia de un entorno físico y de una situación de habla común a los interlocutores en la realización oral del discurso permite que el referente del discurso pueda mostrarse de manera ostensiva, mientras que la identificación de la referencia del discurso escrito, por exigir que se lo ponga en relación con otros escritos, no coincide ya con una situación sino con una cultura, con un mundo. (4) Si bien es común al discurso oral y al discurso escrito el tener un interlocutor, en el oral éste es un individuo determinado ya antes de la comprensión del discurso, mientras que en el escrito es un público en el que potencialmente cabe cualquiera que sepa leer y se deje formar por la tarea de la interpretación del significado del discurso escrito.
Las características distintivas de los rasgos del discurso en su realización escrita dan lugar a diversas interpretaciones en la medida en que (1) su comprensión varía dependiendo del modo en que el intérprete entiende el momento histórico de la inscripción del discurso, (2) su interpretación no puede acudir ya, como criterio de corrección, a la instancia psicológica de la intención única del autor sino que tiene que someterse a la dimensión social en la que múltiples hábitos lingüísticos y mentales tienen cabida, (3) la identificación de su referente muta dependiendo de la concepción que tiene el lector del mundo espiritual que en el escrito se plasma, y (4) la intelección del significado del escrito cambia según la situación en que se encuentra el lector, a la cual aplica lo que encuentra en el escrito.
Pero los problemas de interpretación trascienden el ámbito del discurso escrito al nivel de la oración hacia la esfera del escrito al nivel del texto. La diferencia es cuantitativa y cualitativa. Para que haya texto ha de haber más de una oración pero un texto es algo más que, algo distinto de, una secuencia de oraciones. La dificultad que el texto aporta a la interpretación del discurso escrito consiste en que su comprensión depende de la manera en que se establezcan las relaciones entre sus partes. Como las relaciones entre las partes de un texto pueden ser establecidas de múltiples modos, un texto tiene múltiples sentidos.
En el proceso tendiente al establecimiento de las relaciones entre las partes de un texto Ricœur reconoce un carácter circular: "la presuposición de un cierto tipo de todo está implícita en el reconocimiento de las partes. Y, recíprocamente, si interpretamos los detalles podemos interpretar el todo" (RICŒUR, 2002: 185). Esto genera múltiples interpretaciones por dos razones. En primer lugar, cuáles sean la imagen global del texto desde la que el intérprete se aproxima a las partes y cuáles sean las partes destacadas como jerárquicamente superiores a otras para la elaboración de esa imagen global es algo que depende de una conjetura de importancia. Y, en segundo lugar, esa conjetura de importancia carece de necesidad, no hay una razón apremiante por la cual unos temas tengan que ser necesariamente superiores a otros ni, por tanto, necesidad alguna en la elaboración interpretativa del texto considerado como un todo.
Otra razón de ser de la variedad de interpretaciones promovida por un texto es que es una obra. Como el de texto, el concepto de obra implica secuencias escritas de más de una oración, a diferencia de él, implica también el sometimiento a una codificación en virtud de la cual un discurso pertenece a un género literario e implica la ostentación de una configuración particular, de un estilo (RICŒUR, 2002: 100-101). En cuanto es una obra, la comprensión de un texto exige una serie de juicios, de un lado, acerca de la inscripción del texto en un género literario y, de otro, a propósito de la manera en que en el texto los elementos de una tradición se reorganizan dando lugar a una interpretación de la misma en la que se desarrollan algunas de las posibilidades contenidas en el estado cultural previo a la realización de la obra. Pero ni la pertenencia de la obra a un género ni el estilo de su peculiar configuración pueden ser tomadas como cosas dadas de manera palmaria para todo el que sepa leer. Los juicios que inscriben e individualizan la obra son conjeturales (RICŒUR, 2002: 184-185). Dado lo que puede leerse en él, un texto podría pertenecer a una multiplicidad de géneros pero es difícil avanzar sin elegir alguno, el lector no sabría ni qué actitud adoptar ni a qué darle importancia ni en qué consiste el juego. Hay que elegir alguno de los posibles géneros e inscribir allí la obra, comenzar a leer con esa hipótesis, adoptar la actitud correspondiente, anotar lo que ella torna relevante. Un texto no se deja leer con cualquier hipótesis ni todas las hipótesis se confirman pero varias pueden hacerlo. Otro tanto ocurre con la individualización del texto, con el estilo de la obra.
Ricœur sostiene que el texto es paradigmático de los objetos de las ciencias humanas. Esta pretensión se funda en la posibilidad de aplicar los cuatro criterios de textualidad al concepto de acción significativa (RICŒUR, 2002: 175-182).
En primer lugar, el filósofo francés postula una relación de semejanza entre lo que hace posible la comprensión científica de la acción humana y la fijación que se produce en la escritura. Lo que hace posible la fijación del discurso que se produce en la escritura es que el discurso tiene un contenido cuyo reconocimiento es iterable, su significado. En el significado del discurso, mediante una interpretación de Austin (1990), Ricœur distingue entre acto o contenido locucionario o proposicional, acto o fuerza ilocucionaria y acto perlocucionario. El acto locucionario o contenido proposicional se exterioriza en la oración que es identificable y reidentificable como la misma; la fuerza ilocucionaria corresponde a la acción que el hablante realiza por el hecho de proferir la expresión, esto es, preguntar, aseverar, ordenar, etc.; y la fuerza perlocucionaria corresponde a la acción que el hablante intenta que el oyente realice a partir del reconocimiento del contenido proposicional y de la fuerza ilocucionaria de la expresión. Aunque en grado decreciente, estos tres contenidos del significado del discurso pueden ser y son indicados gramaticalmente: El contenido proposicional se indica mediante el sujeto gramatical y el predicado de la oración, algunas fuerzas ilocutivas se indican mediante signos como el de interrogación y el perlocucionario, en fin, es reconocidamente el menos inscribible de los contenidos significativos del discurso (RICŒUR, 2002: 171-172). Ahora bien, a partir de los trabajos de Kenny (2007),52 de Austin (1990) y de Searle (1994), Ricœur propone que hay en la acción rasgos análogos al contenido proposicional y a la fuerza ilocucionaria del discurso. En virtud de estos rasgos sería posible reconocer el tipo de acción que se realiza. La estructura proposicional de la acción estaría caracterizada por el hecho de que los verbos con los que se expresa admiten una pluralidad de argumentos de entre los cuales al menos un sujeto tópico, el agente de la acción, es identificado como existente. La fuerza ilocucionaria de la acción, por su parte, como la de los actos de habla, sería reconocible en virtud de un conjunto de condiciones expresables como reglas constitutivas de la acción.
En segundo lugar, así como el significado del texto escrito no puede hallarse mediante un retorno a la intención psicológica del autor, asimismo, al significado de una acción que no es simple sino que se realiza con base en una serie de acciones previas no se puede acceder mediante un regreso a las intenciones del agente de la acción, resulta forzoso obtenerlo mediante un análisis de las relaciones observables entre las acciones simples, debe ser conjeturado a partir de las consecuencias que, como los efectos de sentido de un texto, escapan al control de su autor.
En tercer lugar, del mismo modo en que el discurso liberado del contexto situacional propio del habla desarrolla nuevas posibilidades de significación y no se refiere ya solamente a un objeto que puede ser mostrado sino que además hace explícito un modo de ser en el mundo, del mismo modo, una acción importante cobra un significado que va más allá de la situación en la que se realiza, cuando es importante una acción adquiere un significado que puede ser actualizado en nuevas situaciones, se convierte en un modelo con relación a cuyas interpretaciones otros individuos y otras comunidades definen su actuar.
Por último, al igual que un texto, las acciones importantes interpelan a quienes desean comprenderlas, deben ser puestas en relación con la situación de quien las estudia para una mejor inteligencia tanto de la acción estudiada cuanto del estudioso, deben ser apropiadas en el sentido de que hay que hacerse contemporáneo de la acción para interpretarla y en ese proceso es inevitable definirse con respecto a ella.
Pero ¿Qué constituye un problema de interpretación respecto de la acción? ¿Qué requiere interpretación en este ámbito? Ricœur vuelve a la teoría de la acción de E. Anscombe (1991) para precisar que las acciones se clasifican como pertenecientes a un tipo determinado en virtud de las intenciones que se le adscriben al agente, estas intenciones son razones para actuar y en esa medida son también argumentos que justifican la realización de la acción. Lo que requiere interpretación cuando de una acción se trata es su base motivacional y lo que la hace plurívoca es el proceso de argumentación ligado a ella. En efecto, comprender una acción es cómo interpretar un texto argumentativo.
2. La cuestión de si los querellantes hablan de lo mismo y la discusión es genuina
Luego de determinar el campo de la argumentación esencialmente polémica y con el objetivo de comenzar a dilucidar el carácter objetivo de la clase de desacuerdos a la que esta especie de argumentación corresponde, hay que plantear la cuestión de si los querellantes hablan de lo mismo. Para ello vale la pena resumir las explicaciones del desacuerdo antes referidas:
Distintas personas o comunidades pueden observar distintas reglas
Distintas personas o comunidades pueden sopesar de maneras diferentes los mismos elementos dando así más importancia a un argumento que a otro
Pueden tener una noción confusa del tema de la discusión
Pueden tener un concepto esencialmente polémico del tema de la discusión
Pueden tener distintas conjeturas de importancia acerca de la base motivacional de la acción, esto es, pueden establecer distintas relaciones entre los componentes conducentes a la acción y pueden comprender de distintos modos tanto la manera en que la acción se articula con un problema previo a ella cuanto la forma en que se realiza.
Las primeras dos explicaciones anotan una característica importante de muchas discusiones, pero esa característica no da cuenta del desacuerdo sin el auxilio de las explicaciones restantes. Y éstas, por su parte, de distintas maneras se enfrentan a una crítica que tiene la forma de una aporía: o bien conducen estas explicaciones a una situación en la que no puede decirse que los querellantes hablan de lo mismo y la discusión es espuria o bien conducen a una situación en la que se determina que los querellantes hablan de lo mismo y el desacuerdo se puede resolver de un modo satisfactorio para todos, ya aclarando, porque era un malentendido, ya explicando, porque era falta de información, o, en fin, remediando la falla del proceso racional que haya originado el aparente desacuerdo. Los desacuerdos son espurios o no existen. En ningún caso existen desacuerdos entre personas suficientemente informadas, competentes y racionales que entiendan cada una las pretensiones de validez de la otra.
No puede suponerse que la primera explicación consista en que dos reglas integrantes de distintos sistemas normativos generen desacuerdos a propósito de una misma cosa regulada por ellas, a no ser que haya o bien un marco de referencia común que permita la ponderación de ambas o bien una situación en la que resulten competentes ambos marcos normativos; pero en estos casos no se trataría ya de reglas integrantes de distintos sistemas normativos desconectados entre sí porque ya el marco de referencia común o ya la situación de aplicación de ambas haría las veces de una suerte de orden regulativo general. En los casos en los que dos normas independientes entre sí que no se intentan aplicar de manera simultánea difieren respecto de lo que ha de hacerse no se trata de desacuerdo sino sólo de diferencia, a no ser que, de nuevo, de algún modo se pretenda generalizar una de ellas; pero en esos casos, como se ha dicho, surge la cuestión de un marco de referencia común que permita la justificación de tal generalización y, por tanto, no se trata ya de normas desconectadas entre sí. De allí que la existencia de distintas reglas sea explicativa del desacuerdo sólo bajo el supuesto de que esas distintas reglas hagan parte de un mismo sistema y de que expliquen el desacuerdo en la medida en que ocasionalmente haya lugar a la aplicación de ambas pero esta aplicación conjunta enfrente problemas de compatibilidad.
Pero la incompatibilidad no se trata como un hecho que hay que aceptar sino como una apariencia que hay que diluir. Cuando la aplicación conjunta de dos normas parece incompatible se asume siempre que en rigor sólo una ha de ser aplicada y que es cuestión de saber, de averiguar y no de decidir, cuál de ellas conserva su vigencia. Esta averiguación tiene la forma de una argumentación en la que o bien se establecen distinciones que arrojan nuevas luces sobre los límites de aplicación de las normas o bien se establecen jerarquías entre normas con el mismo efecto que las distinciones. Es en esta situación en la que en verdad puede surgir el desacuerdo, ya no sobre cuál norma aplicar sino, en el fondo, sobre cuál interpretación del sistema normativo y de la naturaleza de las situaciones reguladas es la interpretación correcta. La solución de esta cuestión, a fortiori, justifica la distinción o la jerarquía que diluye la incompatibilidad aparente entre normas.
Ahora bien, los desacuerdos entre las interpretaciones de los sistemas normativos y las situaciones reguladas no son ellos mismos producto de la existencia de una pluralidad de normas tanto cuanto de la posibilidad de atender en ellos a distintos aspectos, de su pluralidad de sentidos, para decirlo con Ricœur. Pero esta es ya la conjunción de la segunda y la quinta explicación.
Es cierto para un número significativo de desacuerdos que las partes le dan mayor importancia cada una a cosas distintas y extraen sus conclusiones de los elementos que tienen en cuenta, es cierto que teniendo en cuenta otros elementos otras serían también las conclusiones. La retórica clásica conoce esta característica del discurso como un efecto de su parcialidad y encarecimiento (LAUSBERG, 1976: 27, 233-235, 359). Todo discurso es parcial y encarecedor: sólo da cuenta de lo que es conveniente al interés de la parte y le da la importancia que es conveniente al interés de la parte. La parcialidad y el encarecimiento se expresan de múltiples modos, se expresan en el enmarcado del tema que ha de favorecer el aspecto de la cuestión en que mejores argumentos tiene la parte, se expresan en la narración cuya selección de elementos es acorde a los puntos en que la argumentación de la parte se considera más fuerte, se expresan en la argumentación misma que sólo se dirige a la tesis que representa el interés de la parte, se expresan en la perorata que sólo recapitula los elementos que de estar presentes en la mente del auditorio lo conducirán a favorecer el interés de la parte, y se expresan en la elocución que ha de ser apta para llamar la atención sobre el aspecto conveniente a la parte. Acaso en este sentido se ha dicho que la retórica es un arte de énfasis (PERELMAN, 1997: p. 62).
La cuestión de cómo haya que explicar este énfasis, el carácter parcial y encarecedor del discurso se resuelve en la retórica clásica a través del concepto del interés de la parte porque para la retórica clásica la argumentación jurídica ha constituido un modelo desde el cual ha comprendido las restantes clases de argumentación. Así, como los diferendos entre partes confrontadas en un escenario jurídico tienen por motivación un daño del interés de una parte en beneficio del interés de la otra, la retórica trata metafóricamente todas las pretensiones de validez como expresión del interés de una parte. El desacuerdo es en este caso, característicamente, una diferencia de intereses.
Ahora bien, aunque esto puede muy bien ser cierto acerca de los diferendos entre las partes confrontadas en una disputa jurídica, ni da cuenta de la razón de ser de todos los conflictos entre interpretaciones jurídicas ni mucho menos de todos los tipos de desacuerdos. También dos jueces pueden diferir acerca de cuál norma aplicar y acerca de cómo hacerlo en razón de sus diferentes interpretaciones del ordenamiento jurídico y la situación regulada. Es en este punto donde se habla de una pluralidad de sentidos.
Pero a estas explicaciones objetivas del desacuerdo se les plantea la cuestión de si los discrepantes hablan de lo mismo o si la discusión es espuria. Haciendo hincapié en la versión de la explicación que toma el texto como modelo de la acción social, la cuestión tiene la forma de si hay algo así como una realidad independiente de las pretensiones de los que disienten, una realidad independiente del disenso que pudiera llamarse el texto, portador de múltiples sentidos, o si cada uno de los contendientes habla de una interpretación distinta, de una interpretación a la que cada uno de ellos llama "el texto". Parece como si la primera opción fuera necesaria para que la discusión fuera genuina porque no es claro de qué otro modo podría sostenerse que hablan de lo mismo. El problema consiste en que la afirmación de que el texto es una realidad independiente de las pretensiones de las partes no se confirma en la experiencia que el lector hace de él.
Hay que distinguir entre la fijación del texto por la escritura, sus múltiples sentidos o posibilidades interpretativas y su función como referencia y constructo de la interpretación (GADAMER, 2004: 328-329). El objeto de la discusión no es, por supuesto, el registro físico del discurso del que el lector tiene muy escasa conciencia, que sólo llama la atención si se hace obstáculo para la lectura ora el tamaño del grafema, ora su forma, etc. Las múltiples opciones interpretativas no pueden tampoco ser aquello acerca de lo cual se discute, ellas son, más bien, los puntos de vista que en la discusión se espera justificar. El objeto de la interpretación es sin duda el texto. Pero ¿Qué es el texto además del registro del discurso y sus interpretaciones? Es aquello a lo que se refieren los contendientes como criterio no arbitrario y pretendidamente indiscutible para la resolución del conflicto de interpretaciones. Lo referido es el cotexto o texto adyacente al segmento polémico que en calidad de indiscutido sirve de criterio para validar las interpretaciones posibles, lo referido es también lo más aceptable del segmento discutido en cuánto vale como punto de partida de cualquier interpretación verosímil. Pero estas cosas son ya el producto de interpretaciones previas y previamente validadas o potencialmente justificables que se requieren para la construcción crítica del texto. En cualquier caso, el texto es menos un objeto independiente de las interpretaciones en pugna que una fase de la interpretación dialécticamente constituida.
Pero esto no deslegitima la pregunta ¿Pugna por qué? ¿Desacuerdo sobre qué? La conciencia hermenéutica del texto parece exigir una disolución de la oposición entre la interpretación y lo interpretado tal que satisfaga la exigencia doble de que una discusión entre interpretaciones rivales sea una interpretación sobre algo y de que ese algo no sea concebido como un algo exterior a la interpretación; tal vez así pueda entenderse el que quienes discrepan porque sopesan diversamente distintos elementos de un todo discrepan, sin embargo, sobre algo.
El mismo problema se le plantea a la explicación que apela a las nociones confusas o a los conceptos esencialmente polémicos. Locke, quien, por otra parte, explica el desacuerdo a partir del malentendido, elabora este conocido tópico del siguiente modo: "Así como una idea clara es aquella de la cual la mente tiene una percepción tan plena y evidente como la que recibe de un objeto exterior que ópera debidamente sobre un órgano bien dispuesto, así también una idea distinta es aquella por la cual la mente percibe la diferencia respecto a todas las demás; y una idea confusa es aquella que no se distingue lo bastante de otra, de la cual debe ser diferente" (1986: 347), Aunque la distinción se refiere en principio a las ideas, el plano que le corresponde es el del lenguaje: "aquello que la hace confusa es, cuando es tal que pueda ser igualmente designada por algún otro nombre que aquel que la expresa, la omisión de la diferencia que mantiene distintas a las cosas (clasificadas con esos dos diferentes nombres), diferencia que hace que algunas de ellas pertenezcan más bien a uno de esos nombres, y otras más bien al otro nombre" (LOCKE, 1986: 348). Cuando, más tarde, Perelman explica los desacuerdos en torno al concepto de la justicia señalando que las partes involucradas comparten una definición formal de justicia cuya aplicación requiere una definición concreta en la cual difieren (PERELMAN, 1964a: 27-40), presenta como explicación de la contienda el que las partes tienen una noción confusa de justicia que sin embargo es una misma noción en cuanto exhibe un elemento común, la definición formal. Lo mismo han hecho distintos intérpretes de Gallie. Se ha pretendido que los usuarios de un concepto esencialmente polémico son usuarios de un mismo concepto en cuanto comparten un concepto o una definición formal del mismo, aunque difieran en sus concepciones de él.
En realidad, Perelman y Gallie no coinciden en este punto. Mientras que Perelman distingue entre definiciones abstractas y concretas de un modo muy cercano al modo en que se distingue entre conceptos y concepciones, Gallie no hace algo como esto. Cuando se pregunta si los usuarios de los conceptos esencialmente polémicos son en verdad usuarios de un mismo concepto, Gallie postula que los usos esencialmente polémicos de un concepto son usos de un mismo concepto si se han derivado de un proceso de adaptación e imitación de un modelo que puede tener tanto la forma de un prototipo cuanto de una tradición (GALLIE, 1998: 16). Pero en la recepción, estudio y desarrollo de la tesis de Gallie esta apelación a un modelo ha parecido problemática y ha sido sustituida por la distinción entre conceptos y concepciones, con lo que la tesis de la polemicidad esencial y la de las nociones confusas han venido a consonar también en este punto.
La manera en que Gallie contesta la pregunta por la identidad del concepto esencialmente polémico ha sido objetada por varias razones. Primero, porque se piensa que incurre en una falacia genética en cuanto no distingue entre el funcionamiento actual de un concepto y su historia. Segundo, porque se considera que en el caso de algunos conceptos reconocidos como esencialmente polémicos, por ejemplo, democracia y sociedad justa, no hay un caso ejemplar reconocido por todos. Tercero, porque se estima que si hubiera un ejemplar reconocido por todos sería posible diferenciar entre usos analíticos y usos sintéticos del concepto, podrían establecerse como correctos de manera analítica los usos del concepto consistentes con el caso ejemplar; pero ello, evidentemente, sería incompatible con la tesis principal de Gallie (GRAY, 1978: 390).
En el lugar de la apelación al modelo propuesto por Gallie se ha establecido una distinción entre conceptos y concepciones muy próximas a la ya conocida por Perelman. Así como Perelman distingue entre una noción formal de justicia a la que todos pueden asentir, "Un principio de acción de acuerdo con el cual los seres de una misma categoría esencial deben ser tratados de la misma manera" (PERELMAN, 1964a: 28), noción cuya aplicación requiere que se determinen las categorías esenciales y da así lugar al desacuerdo porque "no se puede decir cuáles son las categorías esenciales... sin admitir una cierta escala de valores, una determinación de lo que es importante y de lo que no lo es, de lo que es esencial y de lo que es secundario" (PERELMAN, 1964a: 39); asimismo, Rawls distingue, de un lado, entre un concepto de justicia entendido como la común comprensión de "la necesidad de disponer de un conjunto característico de principios que asignen derechos y deberes básicos y de determinar lo que consideran la distribución correcta de las cargas y beneficios de la cooperación social" (RAWLS, 1998: 19)y distingue, de otro lado, las concepciones de la justicia entendidas como la determinación de los principios de justicia que han de ser elegidos; y, del mismo modo, Lukes considera que el concepto de poder es esencialmente polémico porque, por una parte, comporta la idea primordial de que hay un ejercicio de poder cuando A afecta a B de manera significativa pero, por otra parte, no puede servir a un análisis del comportamiento social más que a condición de que se determine qué es lo que hace significativa la manera en que A afecta a B lo que, a su vez, sólo puede hacerse desde una perspectiva moral y política particular (LUKES, 1985: 22-24).
Pero ¿No son algunos conceptos tan polémicos como las concepciones? Swanton plantea un dilema que se expresa como sigue: Si el concepto no es esencialmente polémico, entonces, o bien existen condiciones de verdad absolutas para su descripción o bien existe algún procedimiento racional que permita justificar la pretensión de que una especificación suya es correcta; pero, en ese caso, si hay condiciones de verdad y procedimientos de justificación aceptados para la descripción del concepto ¿Por qué no puede haberlos también para las concepciones? Swanton concluye que hay que elegir entre abandonar la distinción de conceptos y concepciones o abandonar la tesis de la polemicidad esencial (SWANTON, 1985: 816). Ella ofrece como ejemplo de concepto polémico el de justicia distributiva. A su entender, cualquier distribución de las ventajas sociales que emerja de una situación justa a través de medios justos, tanto cuanto un determinado balance propio y no arbitrario entre las pretensiones en competencia, por ejemplo, son expresiones de conceptos de justicia distributiva y no de concepciones suyas porque hay muchas interpretaciones de "situación justa" y de "balance propio", etc. Ella propone que en la medida en que estas interpretaciones están teóricamente determinadas y son incompatibles entre sí dichos conceptos de justicia distributiva son polémicos (SWANTON, 1985: 816-817).
Otro ejemplo de concepto polémico sería el de poder. En el estudio realizado por Lukes, el concepto de poder es establecido por la formula general "A ejerce poder sobre B cuando A afecta a B en sentido contrario a los intereses de B" (1985: 24). A partir de este concepto se forman tres enfoques que varían entre sí de acuerdo a una diversidad de interpretaciones del concepto de interés y del modo en que éste se expresa (LUKES, 1985: 22). Pero también el concepto mismo es polémico, y no sólo sus enfoques o concepciones, en la medida en que introduce en la definición del poder la noción de afección significativa o contraria a los intereses de B. En primer lugar, el énfasis en la noción de conflicto, que es el modo en que en este concepto se interpreta el carácter significativo de la afección propia del ejercicio del poder, se opone a conceptos del poder como el de Parsons y Arendt, que hacen énfasis en la organización, el consenso y la coordinación entre unidades sociales (LUKES, 1985: 24-26). Y, en segundo lugar, al grabar en el concepto del poder una noción de conflicto entre intereses que permite tratar como ejercicios de poder las acciones mediante las cuales A consigue que B tenga los deseos que A quiere que tenga, esto es, al promover una distinción entre las preferencias expresadas por A y los intereses reales de A (LUKES, 1985: 19), el enfoque radical del poder defendido por Lukes introduce un concepto esencialmente polémico de autonomía. En efecto, si la orientación de la acción a la consecución de las preferencias expresadas no es criterio suficiente para la identificación de una acción autónoma, en virtud de que las preferencias expresadas podrían no coincidir con los intereses reales, entonces la noción de autonomía que se defiende no es formal ni procedimental y compatible con una variedad de posibles géneros de vida sino que es una noción cerrada, prescriptiva y compatible solamente con un muy estrecho rango de modos de vida definidos como condiciones necesarias para el florecimiento humano (GRAY, 1983: 79-90); lo que, a su vez, puede o no ser justificable de cara a una determinada concepción del hombre pero, en cualquier caso, respecto de las demás, es esencialmente polémico.
No obstante, los conceptos de justicia y de poder recién ofrecidos como ejemplos de conceptos esencialmente polémicos, si se los considera respecto del concepto formal de justicia perelmaniano -un principio de acción de acuerdo con el cual los seres de una misma categoría deben ser tratados del mismo modo- y frente al concepto general de poder -hay poder cuando una acción de A afecta significativamente a B-, parecen concepciones, aun si son más abstractas y menos polémicas que otras. Parece, pues, que la distinción entre conceptos y concepciones se sostiene, a pesar de Swanton y de Gray, como una distinción entre formulas definitorias muy generales y abiertas frente a formulas definitorias en las que las anteriores se especifican. Parece prudente postular para las expresiones definitorias una escala ascendente de abstracción: En el punto más alto se encontrarían los conceptos, a partir de ellos, descendiendo, se encontrarían las concepciones, cuanto menos abstractas más polémicas ¿Cómo se sabría que una formula definitoria expresa un concepto y no una concepción? Constatando que no sea polémica y que sea común a las concepciones.
Pero hay que contestar la pregunta de Swanton ¿Cómo es que hay procedimientos para establecer que una expresión definitoria de un concepto es correcta pero no los hay para establecer si lo es una concepción o aplicación suya? La respuesta tiene que ser que los conceptos no implican las concepciones, de suerte que el establecimiento de aquéllos no conduce al establecimiento de éstas. Se establecen los conceptos mirando qué hay de común y exento de discusión entre las concepciones, de modo que para comprender el concepto hay que comprender las concepciones. Sin embargo, para comprender una concepción no hay que haber comprendido el concepto, si es que por tal se entiende lo indiscutible y común a todas las concepciones, ya que es posible que alguien no conozca más que una concepción de algo; por lo demás, no hay razón para suponer que una persona en esta situación tendrá para sí misma por elemento esencial de su concepción el que la comparación ulterior entre las diversas concepciones le mostrará como elemento común.
El problema es que el concepto de concepto, así entendido, no puede cumplir la función de tema. Si un concepto es lo que se acaba de indicar, la gente no habla de conceptos. Que los conceptos sean elementos comunes a las concepciones no significa que sea aquello acerca de lo cual tratan las concepciones. No tiene sentido afirmar, entonces, que los usuarios de los conceptos esencialmente polémicos hablan de lo mismo porque comparten un mismo concepto. Bien es cierto que comparten un mismo concepto pero no hablan de él. Hay que separar las funciones: La distinción entre conceptos y concepciones puede responder satisfactoriamente a la sospecha de que el desacuerdo es producto de una homonimia inadvertida, puede hacerlo porque incorpora un concepto de concepto que explica y justifica, para el caso de los conceptos esencialmente polémicos, el uso de un mismo término para designar distintas concepciones; pero esta explicación no es, en este caso, que los discrepantes estén hablando de o pensando en lo mismo sino que hay elementos comunes entre sus pensamientos y discursos.
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